En el año 1592, se reunieron en Madrid las Cortes para enfrentarse con las dificultades financieras de Felipe II, piadoso rey de España. No era la situación fácil y pronto quedó de manifiesto que los procuradores se dividían entre los totalmente imbuidos de la necesidad de sostener la causa de la Contrarreforma y los que favorecían el realismo político.
Así, el procurador murciano Ginés de Rocamora sostenía con vehemencia que España debía tener como misión ineludible la de derrotar a los herejes flamencos, conquistar Inglaterra para la iglesia católica, vencer a Francia, iniciar una nueva cruzada para recuperar los Santos Lugares e incluso someter al Gran Ducado de Moscovia. Dado que aquel programa de política internacional no era grano de anís, Rocamora señalaba que su cumplimiento era posible porque Dios, que había elegido a España para tan altas tareas, le proporcionaría recursos suficientes mediante, por ejemplo, el descubrimiento de nuevas minas semejantes a las de Potosí.
Fue entonces cuando un procurador madrileño llamado Francisco Monzón pidió la palabra. Monzón dejó claro que, desde luego, no podía dudarse del amor especial que Dios sentía por España, pero que, con todo y con eso, el reino tenía problemas internos de considerable envergadura que resultaban prioritarios. Por lo que se refería a los herejes, concluyó Monzón, «si se quieren condenar, que se condenen».
La anécdota, que tiene su punto gracioso, resulta esencial para comprender la desaparición del imperio español. Francia, otra monarquía católica cuyo rey era considerado Cristianísimo, no comprometió sus intereses nacionales por cuestiones ideológicas. Incluso con un cardenal a la cabeza del estado, pactó con los protestantes para derrotar al imperio hispano.
El papel de idealista en quiebra quedó así reservado para España. Durante los siglos siguientes, nuestra nación quebró económicamente tres veces en el s. XVI y otras tres en el s. XVII gracias a su empecinamiento en ser la espada de la Contrarreforma. Durante el s. XIX, las quiebras fueron nueve y sólo dos se debieron a causas casi inevitables como la lucha contra el invasor francés o los independentistas americanos. Las restantes estuvieron relacionadas con las guerras contra los enemigos del estado liberal empeñados en mantener encendida la hoguera de la Contrarreforma en España. Es revelador que España se acerque nuevamente a la posibilidad de una bancarrota nacional bajo uno de los gobiernos más sectarios e ideologizados de su Historia.
Mientras se bajan las pensiones y los servicios públicos empeoran, nuestros recursos se van en sostener a los diversos e infinitos gastos de los nacionalismos como las embajadas catalanas en el extranjero o la compra de lanzas jíbaras por un millón de euros, a la ideología de género, al lobby gay, a manifestaciones «artísticas» de ínfimo valor, a la lucha contra el inexistente calentamiento global, a unos sindicatos que sólo se representan a sí mismos, a las organizaciones de la memoria histórica, a los disparates urbanísticos de Tutangallardón, a unos ayuntamientos con servicios sociales suecos y a un largo etcétera absurdo y parasitario, eso sí, cubierto todo ello con las consignas del progreso y de la redención planetaria. Recuperemos la sensatez porque no podemos seguir ese rumbo de redención mundial a menos que deseemos a medio plazo caer en la quiebra. Y en cuanto a todas esas causas… abandonémoslas. Si los herejes se quieren condenar, que se condenen.
César Vidal
www.larazon.es
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