terça-feira, 26 de janeiro de 2010

Google y Microsoft: víctimas y verdugos

Hace aproximadamente un año, Google, una de las empresas más innovadoras y perspicaces de la última década, se olvidaba de su genio empresarial y recurría al demonio de la política para tratar de batir a uno de sus principales competidores: Microsoft.

La compañía de Page y Brin cargaba contra la empresa de Gates por su supuesta práctica monopolística consistente en regalar el navegador Internet Explorer junto con las distintas versiones del sistema operativo Windows. Según Google, el elevado porcentaje de usuarios que seguían empleando Explorer no se debía a su superioridad técnica, sino simplemente al hecho de que Microsoft lo empaquetaba con Windows. El éxito de este último arrastraba al primero, otorgándole una cuota de mercado muy superior a la que habría alcanzado en caso de que ambos productos se hubiesen ofertado por separado.

No seré yo quien niegue la más que probable hipótesis de Google. De la misma manera, tampoco tengo dudas de que se venden más automóviles con motor incorporado que sin él. Lo que no entiendo es de dónde se colige que una estrategia empresarial, por ser exitosa, pasa a convertirse en una práctica restrictiva de la competencia.

Uno creía que las compañías rivalizaban en el mercado por satisfacer del mejor modo posible las necesidades de los consumidores, y que para ello no sólo resultaba necesario fabricar los bienes, sino distribuirlos, comercializarlos y facilitar su uso.

Es evidente que la integración de Windows e Internet Explorer proporcionó a muchos consumidores el pack que requerían para empezar a navegar por la Red desde el momento en que adquirían un ordenador, sin necesidad de acudir a una tienda de informática para elegir qué navegador comprar. Con un producto suficientemente funcional, Microsoft ahorraba numerosos costes –monetarios y no monetarios– a los usuarios de internet.

Muchos no valorarán en absoluto las ventajas de este ahorro de costes, incluso puede que lo consideren un obstáculo para su bienestar (por ejemplo, aquellos que nunca habrían instalado Internet Explorer en su ordenador). Es posible, pero parece claro que los perjudicados por la integración de ambos productos eran una minoría absolutamente minoritaria al lado de los beneficiados. Al fin y al cabo, Microsoft sólo facilitaba el acceso a un navegador, pero no impedía la descarga y utilización de cualquier otro.

Bill Gates.
En este sentido, recordemos otra genial iniciativa contra Microsoft, esta vez por cuenta de la Comisión Europea. Allá por 2003, las autoridades comunitarias de defensa de la (in)competencia llegaron a la conclusión de que resultaba inadmisible que la compañía de Bill Gates vendiera Windows junto con el reproductor de audio y video de Microsoft (el famoso Windows Media Player). Por razones simétricas a las expuestas por Google, alegaban que Microsoft se estaba aprovechando del efecto arrastre de Windows para colocar a los consumidores un producto que debería competir independientemente en el mercado. Al final, obligaron a Microsoft a pagar la mayor multa de la historia de Europa: 497 millones de euros (monto que acabó siendo superior por supuestos incumplimientos), y a ofrecer dos versiones de Windows XP, una con el Windows Media Player y la otra sin él. Esta última, que también existe para Windows 7, lleva por nombre Windows XP N. ¿Les suena? Imagino que no mucho, porque su fracaso de ventas fue mayúsculo: en abril de 2006, varios años después de salir al mercado, apenas representaba el 0,005% de las ventas de Windows XP: ni fabricantes, ni minoristas ni consumidores estaban interesados en comprar un producto defectuoso e insuficiente.

¿Era necesario que la Comisión Europea multara y obligara a Microsoft a comercializar un Windows con menos prestaciones que otro –con todos los costes adicionales que ello conlleva– para descubrir que los consumidores tienden a preferir el Windows con más prestaciones gratuitas? Parece ser que para una panda de burócratas que sólo visitan los mercados para pisotearlos, sí. Qué sorpresa más grande se debieron de llevar al comprobar que los consumidores hacían lo que todo el mundo preveía que iban a hacer.

Mutatis mutandis, lo mismo sucede con Internet Explorer, lo cual no ha impedido ni que la Comisión persevere en sus meteduras de pata ni que Google, poco después de desarrollar Google Chrome, tratara de arrebatar cuota de mercado a Microsoft desde los despachos de los políticos.

En realidad, sin embargo, los consumidores parecen ser bastante menos tontos de lo que suponen los burócratas europeos y los empresarios aprovechateguis, pues la posición del navegador de Bill Gates dista mucho de ser hegemónica. Si en 2004 el Explorer alcanzaba una cuota de mercado del 95%, en 2009 ya había caído por debajo del 70% (sobre todo por culpa de Firefox). Basta con que Microsoft desarrolle un par de versiones de su navegador notablemente inferiores a las de la competencia para que millones y millones de internautas abandonen su software.

Pero parece que a muchas compañías les resulta más barato y sencillo vencer a sus rivales fuera del mercado (donde no necesitan satisfacer a los consumidores) que dentro del mismo. El caso de Google es, si cabe, más escandaloso, porque su buscador ostenta una cuota de mercado de entre el 75 y el 100%, según el país, y gracias a esa posición preeminente puede publicitar otros servicios, como el correo (Gmail) o su propio navegador (Google Chrome). ¿Habría tenido tanto éxito Gmail sin la ayuda prestada por el navegador de Google? Sinceramente, y pese a que Gmail me parezca un excelente servicio de correo para amateurs como yo, lo dudo. ¿Significa que, en línea con lo que Google reclama para Microsoft, se debería prohibir a Page y Brin cualquier publicidad y conexión entre Google, Gmail y Chrome? Espero que no, pues al final quienes saldríamos perdiendo, en nombre de una sacrosanta defensa de la competencia que no se sabe muy bien a quién defiende, seríamos los propios usuarios.

Google nunca debió avalar con sus maniobras la legitimidad de los tribunales antitrust, pues resultaba evidente que ellos iba a ser su próxima víctima. Y así ha sido: el pasado 11 de enero la ministra alemana de Justicia –del partido liberaldeclaró que Google se estaba convirtiendo en un monopolio y que podría ser perseguido como lo está siendo Microsoft.

Dicho y hecho: a los pocos días supimos que la compañía se enfrentaba a tres demandas por prácticas monopolísticas, a cuál más absurda: una procede de los editores alemanes, otra de Microsoft y la última de la empresa Euro-cities. Los editores se quejan de que Google gana 1,2 billones de euros en publicidad mientras que todos los periódicos y revistas de Alemania sólo alcanzan los 100 millones, aun cuando parte del éxito de Google, dicen, se debe a que ofrece acceso a sus contenidos. Microsoft no reveló los detalles de la demanda, pero básicamente pretendía romper el contrato privado que una de sus filiales de publicidad, Ciao, mantenía con Google por considerarlo, ahora, demasiado restrictivo para sus intereses. Y Euro-cities, un servicio de mapas por internet, protestaba por que la gratuidad de Google Maps hacía imposible competir contra él (ya saben, competencia desleal por proporcionar un servicio gratuito que tanto perjudica a los usuarios).

Huelga señalar que ninguno de estos contenciosos debería haberse dirimido en un tribunal de defensa de la competencia, pues se refieren o bien a conflictos contractuales privados, o bien a modelos de negocio que han dejado de ser útiles para los consumidores al existir alternativas mejores y más baratas.

Sin embargo, desde que se aprobaran las primeras legislaciones antitrust, allá por finales del s. XIX, las grandes empresas privadas han ido recurriendo cada vez más a las instituciones políticas para competir entre sí o, mejor dicho, para evitarse competir. La lucha se traslada desde el mercado a los despachos de los políticos y a los juzgados; todo, supuestamente, con el objetivo de proteger a un consumidor que al final es el máximo perjudicado cuando desaparecen, por motivos no económicos, las empresas más punteras, innovadoras y capacitadas del mercado.

Las políticas de defensa de la competencia ya han conseguido que la gran Microsoft de los años 90 haya desaparecido, en medio de sanciones, costas procesales y restricciones a su actividad. Ahora, nuestros burócratas y su corte de empresarios incompetentes quieren hacer lo mismo con Google. Parece que ni siquiera los verdugos se libran de convertirse en víctimas una vez alcanzan la excelencia. Es la dictadura de la mediocridad.

Juan Ramón Rallo

www.abc.es

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