Hace tiempo que pienso en voz alta en este periódico acerca de los líderes y, por supuesto, de la confusión entre líder y dirigente político. Entre Mussolini y Zapatero, para aclararnos. O entre Churchill y Rajoy. Los segundos son dirigentes, pero la prensa los denomina "líderes". |
La pregunta es qué convierte a un líder en lo que es. Cómo nacen, o se hacen, tipos como Castro, Perón, Mao, Hitler, Gandhi, Mandela, Roosevelt o los mencionados Churchill y Mussolini. La lista en el siglo XX es larga, y yo no quiero ir más atrás porque todos los precedentes son, en gran medida, simples hijos de la leyenda. Éstos están documentados. A un tiro de ratón, en youtube, puede usted verlos en acción, es decir, hablando.
Los líderes hablan. Es decir, son, en primer lugar, relato, construcción de un personaje, invención de un pasado y contradicción constante. En cualquiera de los casos citados (yo he estudiado a fondo a Perón y a Castro, pero soy consciente de que éste es un rasgo común) se pueden encontrar afirmaciones un día claramente contradichas al siguiente sin que al hombre en cuestión se le mueva un pelo; y tampoco a sus seguidores, capaces de citar las dos oraciones como paradigma de razón sin reparar en la incongruencia.
Los líderes hablan en la lengua del otro. Perón decía que, cuando hablaba con un comunista, lo hacía "en comunista". No aspiraba a ser entendido, no le interesaba ilustrar ni discutir: le interesaba que el otro se convenciera de que lo que el propio Perón decía era precisamente lo que él pensaba o creía. Sin embargo, hay en todo discurso de líder alguna verdad esencial, algo que no se puede discutir, una reiteración o renovación de lo evidente: ¿qué inglés ignoraba en 1940 que lo único que su país podía ofrecerle, por boca de su primer ministro, era "sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor"? Tan evidente era que la frase, reducida a "sangre, sudor y lágrimas", pasó a lo coloquial.
El líder improvisa. El 17 de octubre de 1945, Perón no tenía la menor idea de lo que iba a decirle a los miles y miles de personas congregadas en la Plaza de Mayo para reclamar su presencia en la Casa de Gobierno. Tanto que, como él mismo contaría posteriormente, antes de emprender su discurso se puso a cantar el Himno Nacional, y todos lo imitaron: eso le dio unos diez minutos para hilar unas cuantas frases y lanzarse a hablar. No lo hizo desde la conciencia, sino desde una especie de entresueño, mezclando ideas de las que intuía eran esperadas, en la lengua de la multitud, que aprendió exactamente en ese momento.
El líder toma decisiones. Puede concitar amor, odio, rencor, resentimiento, oposición, pero decide. Un dirigente jamás va a la guerra: es Chamberlain, una especie de funcionario de la historia que da largas, siempre da largas (por eso llegamos a Haití varios días tarde, y por contagio de la acción de los demás). Un dirigente es un tipo tan temeroso que no concibe la idea de matar y hasta dice que prefiere que lo maten. El líder sabe que él no va a matar a nadie ni nadie lo va a matar a él en una guerra, que es cosa de soldados, nada personal. Si lo matan demasiado pronto, no es un líder, es un mártir y deviene símbolo. Pero los líderes reales, los hombres de poder, suelen morir de viejos o asesinados casi al final, en un momento de debilidad, como Mussolini, al que mandaron liquidar porque aún tenía por delante una larga sobrevida política.
Gandhi tomó la decisión de la paz, lo que en su caso también implicaba poner en juego muchas vidas, pero sabía con quién estaba tratando: con un Imperio Británico en retirada que había comprendido que las posesiones coloniales eran demasiado caras y que era más sencillo el comercio que el dominio político (como conclusión de un largo debate de al menos dos siglos: el joven Pitt lo había entendido a finales del XVIII), y con un ejército al que conocía bien: "Detrás de un uniforme británico siempre hay alguien con quien hablar", dijo en una ocasión.
El líder no concibe la alternancia: el poder es todo suyo cuando lo alcanza, para lo bueno y para lo malo. Era impensable que, después de la guerra, los ingleses no reeligieran a Churchill y, en cambio, votaran a Attlee (dirigente, funcionario de la historia). Pero más tarde tuvieron que llamarlo para que reparara el desaguisado. Perón eligió el exilio, pero manejó la política argentina desde la distancia durante dieciocho años. Los demás murieron (o están por morir) en el poder. A Castro lo mantienen los que nunca toman decisiones. Creo que Mandela es la única excepción a esa regla, aunque mandará mucho hasta su muerte.
No obstante, todo lo dicho funciona como la técnica del best seller: se puede explicar, desmenuzar el texto, imitarlo; se puede decir cuál es el secreto de la hechura en las novelas de un superventas, pero eso no implica que sea posible repetir la hazaña. Hay elementos externos e internos que lo impiden. Los externos son racionalizables, y en general los editores lo intentan, aunque la verdad es que tienen que publicar muchos títulos que cumplen con la receta antes de ganar la lotería. Por eso existe el líder paródico, como existe la parodia del best seller, que suele ser simplemente un mal libro. Es el caso de Hugo Chávez.
Chávez habla, habla la lengua del otro, habla la lengua de la muchedumbre, improvisa, se considera irreemplazable y –a veces, no siempre– toma decisiones. Pero no es Fidel Castro, ni Perón, ni Mussolini. No quiero referirme al carisma, me parece un término demasiado fácil de usar y demasiado difícil de comprender en toda su extensión, más mística que sociológica, aunque se lo ensucie con un empleo a menudo de prensa rosa. No es que le falte carisma, pues: es que se trata de un imitador. Es cierto que Castro y Perón tuvieron el modelo de Mussolini (Castro llegó a plagiarlo, como llegó a plagiar a Hitler con aquello de "La historia me absolverá", que el nazi dijo en el juicio tras el putsch de Munich y el cubano tras el asalto al Moncada), pero no fueron imitadores: copiaron tópicos, pero en una construcción del todo propia.
Ya puede uno ser el mejor actor del mundo, que jamás podrá transmitir lo que un líder transmite. Bruno Ganz es sin duda uno de los mejores, y sin embargo hace de Hitler en El hundimiento. Nada en esa figura explica por qué lo siguieron millones de hombres. Chávez, que es un pésimo actor, hace de líder.
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