El Holocausto es uno de los episodios más miserables de la historia del mundo. En él se dio cita lo peor que habita en el alma humana. Pero, en aquel océano de depravación moral absoluta, sobrevivió el Bien, con mayúscula; el sacrificio y la dedicación de unos pocos que, haciendo lo que tenían que hacer, salvaron la vida de miles de judíos condenados a morir por ser lo que eran. |
La historia de Oskar Schindler es muy conocida gracias la película que Steven Spielberg le dedicó hace años, pero no fue el único. En el Budapest ocupado un diplomático español, Ángel Sanz Briz, evitó la matanza de 5.000 judíos húngaros, a los que hacía pasar por sefarditas mediante una ingeniosa triquiñuela. El caso de Sanz Briz se recuerda hoy en España de un modo desigual: la izquierda no le reivindica porque era cristiano y, para colmo, embajador de Franco; la gente común, cuando sabe de su historia, se conmueve, porque la hombría de bien no entiende de credos ni opiniones políticas.
Irena Sendler era varsoviana, católica y trabajaba como asistente social en un comedor para indigentes. Si no hubieran los nazis invadido Polonia y exterminado a toda su población judía, su historia personal hubiera sido muy distinta. Con toda seguridad no hubiese pasado de ser una buena persona que ayudaba humildemente a los demás y gózó de una larga vida casi centenaria. Pero le tocó vivir años de infamia y cobardía. Infamia de los verdugos que asesinaron como ratas a seis millones de seres humanos indefensos, cobardía de muchas víctimas y cómplices, que miraron hacia otro lado.
Irena no hizo nada especialmente destacable en cualquier otra época, simplemente salvó tantas vidas humanas como pudo. Lo normal, lo que se espera de cualquier persona en sus cabales. Pero, en aquel tiempo, salvar ciertas vidas, vidas que, según los asesinos, no eran dignas de ser vividas, era un privilegio reservado a unos pocos valientes que miraron a la fiera de frente y la desafiaron con mucho que perder y el cielo por ganar.
Cuando los alemanes ocuparon Polonia, lo único que tenían claro es que no querían ver más a los tres millones largos de judíos que la habitaban. Como medida preliminar, antes de decidir qué hacían con la comunidad, importaron el régimen de apartheid que habían instaurado poco antes en Alemania. Se les marcó como a ganado y, uno a uno, fueron apartados de la nueva sociedad aria, donde los polacos tenían reservado el papel de mera comparsa servil, eternos esclavos de la raza superior. Los judíos perdieron sus trabajos y su prestigio social; a ello contribuyó, y mucho, el larvado antisemitismo de los países del este de Europa. Polonia no era una excepción, y en sólo unos meses los judíos se convirtieron en unos parias despojados de todo derecho y dignidad.
Irina Sendler, una joven de apenas 30 años y polaca al 100%, no era antisemita. Había tenido problemas en la universidad por protestar públicamente contra la segregación de los judíos. Sus principios, pocos pero muy bien asentados, eran de una simpleza total, y se resumían en ayudar a quien lo necesitase y tener bien presente que lo único que separa a los buenos de los malos son los actos de cada cual; no la raza, no las riquezas. Si los hunos y los hotros que atormentaron el siglo XX hubieran participado de este principio tan elemental, nos hubiésemos ahorrado los genocidios de nazis y bolcheviques.
El primer año de la ocupación lo dedicó a facilitar a familias judías ropa, comida y todo aquello que no podían conseguir por culpa de la discriminación de que eran objeto. Utilizaba los comedores sociales. Les procuraba alimentos y, si podía, falsificaba las cartillas para que pasasen por polacos católicos y así pudiesen beneficiarse de la caridad munipal.
Un año después de la invasión, los nazis ya habían decidido qué hacer con la judería polaca: encerrarla en guetos, para que muriera de inanición y enfermedades. En octubre, casi medio millón de personas, el 30% de la población de Varsovia, fue confinada en un espacio minúsculo, tapiado y vigilado las 24 horas del día. Cien mil personas murieron de hambre o a causa de infecciones durante sus tres años y medio de existencia. El resto fue enviado a los campos de exterminio de Treblinka, un sobrecogedor matadero donde se ejecutaba en el acto a los recién llegados, sin importar edad, sexo o condición. La máquina de matar nazi siempre fue sorda, ciega y muda: tal vez por eso era tan diabolicamente eficaz.
Irena, como polaca, vivía fuera del gueto y sabía cuál iba a ser el destino de aquella pobre gente. Veía salir los carretones con cadáveres y partir los primeros trenes hacia el crematorio. Ella sola poco podría hacer, pero como la vida de un solo ser humano ya es valiosa, se decidió a solicitar un permiso para trabajar dentro del gueto como enfermera, para estudiar los brotes de tifus que estallaban debido a las pésimas condiciones higiénicas que reinaban allí. Los alemanes, en su línea de no mirar a la cara de sus víctimas, procuraban no entrar y delegar todas las tareas en polacos y, a veces, en judíos que aspiraban a conseguir un minuto extra de vida.
Una vez dentro, Irena se concentró en los niños, que –además de ser niños y, por tanto, un tótem sagrado que ningún guerrero debe tocar– eran más fáciles de escamotear en el carromato con el que entraba en el gueto. Contactaba con las familias y les pedía sus hijos. Dura prueba por la que muchos tuvieron que pasar. No les volverían a ver, pero si iban con Irena podrían sobrevivir.
El de Irena fue durante un año el carro de la vida. Quien subiese a él a viviría, quien quedase en tierra moriría. Día a día, semana a semana, la falsa enfermera fue recogiendo niños como el flautista de Hamelin y escondiéndolos en sacos o debajo de las herramientas de trabajo. Adiestró a un perro para que, al pasar por los controles de salida, ladrase furioso a los soldados alemanes. Éstos, que no se las querían ver con el chucho, ni se acercaban. Cada vez que ese carro salió por la puerta del gueto, una o varias vidas jóvenes, inocentes, volvían a nacer.
Si los guardias sospechaban, mudaba de engaño. Llegó a sacar niños dentro de ataúdes, en bolsas de basura y a través de una iglesia que tenía dos puertas: una daba al gueto y otra, la principal, a la ciudad. Los niños entraban judíos y andrajosos y salían repeinados y católicos. Cualquier cosa era buena con tal de sacarles de un lugar donde su esperanza de vida podía contarse en semanas, tal vez días.
Una vez fuera, cambiaba el nombre a todos los niños por uno católico y se los entregaba a familias polacas, monasterios y orfanatos. Para que, llegado el momento, pudieran recuperar sus antiguos nombres fue apuntando las correspondencias en un papel que escondió en un frasco que enterró bajo el manzano que su vecino tenía en el jardín. Sus contactos en la Resistencia hicieron el resto. Fabricaron indentidades falsas para cada niño, borrando todo vestigio de su pasado en el gueto.
El 20 de octubre de 1943 concluyó su prodigiosa aventura en una comisaría de la Gestapo. La torturaron, la rompieron a palos los pies y las piernas, fue condenada a muerte. Pero no delató a nadie y, lo más importante, no reveló el paradero de los niños, que a esas alturas estaban repartidos por media Polonia. Cuando se dirigía al paredón, el soldado que la custodiaba le gritó: "¡Corre!". Y corrió, esquivando así una muerte segura e injusta.
Al terminar la guerra, el nuevo Estado polaco no reconoció sus méritos. Era sólo una "amiga de los judíos" perseguida por sus relaciones con el Gobierno polaco en el exilio, el legítimo, no el fantoche soviético que colocó Stalin en Varsovia. A partir de ahí llevó una vida gris y anónima. Nadie sabía quién era y, mucho menos, lo que había hecho por 2.500 niños durante la guerra.
Fue Israel la que le sacó del anonimato. En 1965 el Yad Vashem, conocedor de su historia por algunos de los sobrevivientes que habían sido enviados a Palestina, la nombró Justo entre las Naciones. Pero habrían de pasar casi 40 años para que fuera reconocida en su patria. En 2003, el presidente Alexander Kwasniewski la condecoró con la orden del Águila Blanca, la más prestigiosa de Polonia. En 2007, con 97 años, el presidente Lech Kaczynski la postuló como candidata al Nobel de la Paz. Los noruegos, sin embargo, se decantaron por Al Gore, un farsante cuyo único merecimiento era un documental lleno de mentiras. Un año después, Irena Sendler murió en paz en un asilo de Varsovia, admirada por todos.
Pero Irena nunca esperó reconocimientos. "Yo no hice nada especial, sólo hice lo que debía, nada más", le dijo a un periodista español hace tres años. "Cada niño que salvé es la justificación de mi existencia en la Tierra y no un título de gloria", recordaba a los parlamentarios polacos. Para enmarcar. Y es que, como decía Thoreau, la bondad, pasen los años que pasen, es la única inversión que nunca quiebra.
Fernando Díaz Villanueva
http://historia.libertaddigital.com
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