Los que creen que los españoles fuimos pésimos colonizadores y que dejamos una envenenada herencia a la revoltosa prole de repúblicas hispanoamericanas tienen en Haití una demostración de que ninguna de las dos cosas es cierta. La comparación entre la ex colonia francesa y su vecino de isla: el español Santo Domingo, habla por sí sola. No todo íbamos a hacerlo mal. |
Haití es el país más pobre de América y uno de los más atrasados, peligrosos e invivibles del mundo. Pero no siempre ha sido así. Hace dos siglos, cuando los padres de la patria hicieron historia rebelándose contra Napoleón, Haití –el nombre es un homenaje a los extintos taínos que un día habitaron el lugar– se convirtió en la primera república negra del mundo y en la segunda nación de su hemisferio en conseguir la independencia.
Durante sus primeros años de independencia, los haitianos miraban al mundo con optimismo; y hasta tuvieron dos emperadores: el libertador Jacques Dessalines y Faustino I, y un rey, Henri Cristophe, que antes de la independencia había trabajado de camarero en un mesón de Cabo Haitiano. En 1822 llegaron incluso a anexionarse la parte oriental de la isla, abandonada por España tras el cataclismo bolivariano –el original, no el que Chávez está aplicando ahora a Venezuela con otros métodos.
Aquella fue la última gran proeza de Haití en la Historia. En 1844 hubo de abandonar Santo Domingo, y aunque lo intentó varias veces más, nunca volvió a unificar la isla bajo su mando. Santo Domingo, ya convertido en República Dominicana, siguió su camino y Haití se resignó a ser el único país de la América hispana que no hablaba español, lo que le convirtió en una rareza. Para complicarlo más inventaron otro idioma, el criollo haitiano, una endemoniada variante del francés que sólo entienden ellos.
Desde entonces, hace ya siglo y medio, Haití ha funcionado conforme a un ciclo perfectamente pautado de golpe de estado-dictadura-golpe de estado. De sus doscientos años de historia como nación independiente, apenas 30 han sido más o menos tranquilos, los últimos del siglo XIX. La pequeña república caribeña entró en las rutas del comercio mundial y, al menos durante una temporada, se olvidó de la política. Los frutos de la paz y el comercio se dejaron ver pronto: en aquella época fueron levantados el Palacio Nacional y la Catedral de Puerto Príncipe, ambos reducidos a escombros en el terremoto del otro día.
Con el nuevo siglo volvieron las convulsiones. Entre 1908 y 1915 hubo ocho presidentes, y todos llegaron al poder violentamente, mediante cuartelazos. Nord Alexis quitó a Boisrond-Canal en 1902, Antoine-Simon a Nord Alexis en 1908, Cincinatus Leconte a Antoine-Simon en 1911; Tancredo Auguste sucedió a Leconte después de que a éste le matase una bomba en el Palacio Nacional. Auguste moriría envenenado un año después. Entre 1914 y 1915 hubo tres presidentes, que se sucedieron entre algaradas populares y matanzas de los llamados cacos, campesinos muertos de hambre que los políticos con aspiraciones de mandar contrataban como guardias pretorianas.
Entre tanto, ahogada en la corrupción y el despilfarro, la economía haitiana se endeudaba sin remedio. Los bancos franceses y norteamericanos abrieron una línea de crédito que con el tiempo fue poniéndose muy difícil de cobrar. En 1910, un banco de Nueva York, el National City Bank, es decir, el Citibank, compró la Banque National d'Haïti, que además de emitir moneda hacía las veces de Tesoro de la república.
En febrero de 1915 el último de los dictadores, un tal Vilbrun Guillaume Sam, a cuyos cacos se les había ido la mano –asesinaron a 167 opositores, un ex presidente incluido–, fue linchado y descuartizado por la multitud junto a la embajada francesa. Sus pedazos quedaron desperdigados por toda la capital, que entró en una espiral de caos y destrucción.
Había llegado el turno de Woodrow Wilson, presidente de los Estados Unidos, que temía que el káiser Guillermo invadiese la isla amparándose en la pequeña pero próspera colonia de alemanes. Los alemanes de Haití, a diferencia de los franceses o los norteamericanos, habían echado raíces en la isla casándose con mulatas de buena familia, lo que demuestra que el racismo congénito de los alemanes es un mito sin sustento alguno.
Los marines ocuparon la ciudad, y en unos días controlaron completamente el país, que pasó a ser durante 19 años un protectorado de los Estados Unidos. Aunque sea políticamente incorrecto decirlo, los años de ocupación norteamericana fueron especialmente buenos. Haití pagó su deuda y se construyeron carreteras, puentes, hospitales y escuelas. Puerto Príncipe fue la primera ciudad de Latinoamérica en tener una centralita telefónica automática, y el país se transformó en un atractivo destino vacacional para los yanquis pudientes. De aquella época se conservan películas de un Puerto Príncipe idílico de calles limpias jalonadas por palmeras, donde siempre era primavera.
Por deseo expreso de Roosevelt, en 1934 el último regimiento de los marines abandonó la pacificada y saneada isla. El Gobierno quedó en manos de Sténio Vincent, que, qué cosas, lo transfirió sin pelearse a su sucesor, Élie Lescot. Como la cabra tira al monte, Lescot instituyó un régimen corrupto y tiránico que acabó con un nuevo golpe militar, en 1946. La siguiente década fue de nuevo escenario de un ciclo golpe-dictadura-golpe; hasta que en 1957 el poder queda en manos de François Duvalier, un médico que había ejercido antes como ministro de Sanidad; precisamente por su profesión, el pueblo le llamaba Papá Doc. Duvalier instauró una dictadura férrea e irrespirable que se prolongó hasta su muerte, en 1971. Le sucedió su hijo Jean-Claude, Nené (o Baby) Doc, a modo de heredero dinástico, con sólo 19 años.
La época de los Duvalier fue nefasta para Haití, que se hundió hasta las simas que conocemos. La economía se arruinó a la misma velocidad que se llenaron las cuentas suizas de los gobernantes. Para mantener la paz social y evitar levantamientos militares, Papá Doc apartó al ejército y se rodeó de un cuerpo paramilitar, los Tonton Macoutes, que perpetraban todo tipo de crímenes. En pleno delirio totalitario, llegó a afirmar que era un sacerdote vudú y que Kennedy había muerto por una maldición que él en persona le había echado. Promovió un nacionalismo de pandereta, que exacerbaba la negritud y el africanismo, lo que alejó a los inversores blancos que, durante un siglo, habían mantenido Haití dentro del mercado mundial.
Al concluir la era de los Duvalier –muerto el padre, y desterrado el hijo en Francia desde 1986–, llegó la de Jean-Bertrand Aristide, un cura salesiano que gobernó tres veces y que ha sido acusado de tráfico de drogas, corrupción y violación de los derechos humanos. Más de lo mismo para un país castigado hasta un punto que en el mundo desarrollado no podemos siquiera imaginar.
Hoy, Haití es una sociedad truncada, sin esperanza, que vive al día y que a estas alturas ni sabe de dónde viene ni a dónde va.
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