«En el vasto mundo anglosajón hay una cosa que impresiona más que el final de la guerra en sí: el de los campos de concentración alemanes». El que así se expresaba era Carlos Sentis, un enviado especial de ABC que, en 1945, cuando la II Guerra Mundial vivía sus últimos episodios, se convirtió en uno de los primeros periodistas del mundo en visitar el campo de concentración de Dachau… cuando aún se hacinaban, allí, miles de prisioneros polacos moribundos.
El campo de exterminio, en las afueras de Munich, fue liberado por la 20ª División Blindada y la 45ª División de Infantería del 7º Ejército, el 29 de abril de 1945 y el reportaje de ABC fue publicado el 15 de mayo, menos de un mes después, cuando todavía quedaban allí 32.000 detenidos, la mayoría polacos, «casi todos con traje rayado de presidarios, pelados, con idénticos ojos inmensos en el fondo de su órbita», contaba el enviado de ABC.
«Conforme avanzamos, parece que vamos a entrar en una Exposición o Fuera de Muestras. Ya es eso en parte. Las muestras que hay cerca de la entrada veré después que son las mejores, porque, por lo menos, pueden andar sin arrastrarse y no son contagiosos como otros que se hallan en pabellones cerrados, de los cuales, a pesar de morirse día a día y después de una semana de la entrada de los americanos, no pueden salir todavía».
El campo de Dachau fue inaugurado en marzo de 1933, pocas semanas después de la ascensión de Hitler al poder. Pronto fue conocido como «la escuela del genocidio», pues fue el primer campo de la Alemania nazi que practicó el exterminio, que sirvió como modelo para los campos posteriores, como el terrible Auschwitz, y que se encargó de la formación de las SS.
Por sus barracones pasaron más de 200.000 prisioneros a los largo de los 12 años que estuvo en funcionamiento. Cuando Sentis pasó por allí, además de polacos –«los más serios y reservados»– estaban hacinados, en las peores condiciones, «yugoslavos, rusos, franceses, checos, italianos, belgas, holandeses y alemanes, entre otras nacionalidades.
«A pesar de que los americanos han hecho una limpieza minuciosa –explica el periodista–, huele todo espantosamente. Basuras y toda clase de porquerías quemándose en rincones apartados del campo no hacen más que enrarecer todavía más el ambiente».
«Todo eso no es lo importante. Ahora entraremos en el pabellón de los incomunicados», le comentó a Sentis uno de los oficiales estadounidenses. En uno de aquellos pabellones, exclusivamente de judíos, «un chico con cara de pillete me sonríe y, muy divertido, me señala algo que se halla en el suelo, entre dos literas. Voy allí para mirarlo. Es un cadáver reciente. El niño pillete se ríe a carcajadas al ver mi expresión».
Aquel cadáver, allí abandonado entre los vivos, «huesos vivientes recubiertos de piel», no era más que uno de los 30.000 prisioneros que fueron allí asesinados, según las estadísticas, a los que habría que sumar otros miles que murieron víctimas de las pésimas condiciones de vida a las que allí estuvieron sometidos.
«En el campo, donde todos son detenido políticos, hay tifus, disentería y otras enfermedades, con docenas de moribundos y centenares de cadáveres insepultos, de los 2.000 que encontraron los americanos al llegar», cuenta el redactor, antes de describir como colocaron a todos los periodistas en fila, antes de entrar a las instalaciones, para echarles grandes cantidades de polvos desinfectantes «D.D.T.», además de ponerles una inyección del mismo producto.
«¡La locura!» Eso exclamó Sentis cuando los oficiales americanos le llevaron al crematoria, donde pudo observar unos 2.000 cadáveres que, apilados en las cámaras de gas o encerrados en 30 vagones del tren, donde habían ido muriendo como moscas, abandonados, no habían podido ser incinerados.
«Yo sólo he visto uno. El de Dachau, en las afueras de Munich. Casi el último caído en manos del ejército americano. Visitándolo pasó un rato horroroso. Ahora, sobre el limpio papel donde escribo, no lo paso mucho mejor», aseguró el periodista.
Israel Viana - Madrid
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