Es dudoso que aquí no quepa un tonto más puesto que, a fin de cuentas, sólo con que se aprieten los listillos cualquier molondro encontraría un hueco. Más difícil se antoja, sin embargo, que se le pueda dar posada otro embustero. En la España plural, puestos a hacer el indio, los políticos hablan con lengua de serpiente. Que lo hagan en castellano, en catalán, en vascuence o en gallego, carece de importancia siempre que la engañifa surta efecto. Mientras la gente del común siga atisbando el panorama a ojo de buen trolero sólo cabe esperar que, en el futuro, el patrón de la nave no sea ciego sino tuerto. Mejor eso que nada, objetarán algunos. El que no se conforma es porque no quiere y aún estamos a tiempo de salvar los muebles. Ciertos son los toros y, quizá, incluso el diestro. El conformismo, en cualquier caso, es una especie de «meublé» en el que la virtud se rinde a la impostura y, antes o después, acaba alumbrando siervos. Nos salva que el miedo es libre y nuestra liberalidad, en ese sentido, inmensa.
Hay una frase de Camus que nadie ha exhumado todavía en el cincuentenario de su muerte pese a que podría servir como epitafio de la automoribundia del presente. «La libertad consiste en no mentir», decía aquel que por haber dicho la verdad en «El hombre rebelde» se convirtió en un apestado, en un extraño, en un meteco. La mentira es el yugo de los desesperados y el privilegio de los déspotas. «Allí donde los embustes proliferan -afirmaba, también, a guisa de advertencia- la tiranía acecha». No mentir, no mentirse, no transigir con los que mienten. Rebelarse es vivir a contrapelo y con un «no» amartillado a flor de dientes. Liberarse es saber que lo que nos redime es la batalla y que no hay dignidad sin riesgo. «La falsedad liquida la justicia, da pábulo al rencor, perpetúa la indigencia».
Albert Camus se dolía de España, un país abismado en la sangre y la tristeza. Cuando le madrugó la muerte resultaba impensable que un día la concordia (lo correcto sería denominarla compasión, pero estas no son horas de buscar pelea) aboliría el odio y saldaría viejas cuentas. Claro que, de igual modo, se habría quedado boquiabierto frente a un país que ha convertido la mentira en santo y seña. Pues si la libertad consiste en no mentir, hoy por hoy, en «l´Espagne» el liberticidio es permanente. Una epidemia de fuleros iletrados, charlatanes de feria y trápalas mostrencos, mienten a troche y moche, a gritos o en silencio, a vela y a vapor, a lo que se les antoje o a lo que mejor les pete. Y la ciudadanía traga, que ahí nos duele. En nombre de la razón de Estado se disculpan los crímenes, se traiciona a las víctimas, se profana la tumba de los asesinados y se escupe en la memoria de los héroes. Se despachan faisanes putrefactos, gazapos a la brasa y trufas en conserva. A pelo y a pluma, vamos, que por estómago no quede.
«La verdad se construye, no se inventa. Arraiga en la obstinación, crece al crecer la apuesta, germina la paciencia. El espesor del muro esconde alguna puerta que se nos abrirá si es que así lo queremos».
¿Seguro que queremos?
Tomás Cuesta
www.abc.es
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