Una de las polémicas sobre los españoles gira en torno a si se puede considerar tales a los hispanos de tiempos de Roma. De modo objetivo sí lo eran, por cuanto la cultura que nos define hoy tiene su raíz más firme en aquella época, pero sería interesante saber qué pensaban al respecto los propios interesados. |
Los documentos que podrían informarnos son pocos, pero, con todo, bastante, elocuentes. Los pueblos de la península antes de Roma eran poco amigos entre sí, hablaban distintas lenguas, tenían distintas religiones y culturas, pero hechos como la caída de Sagunto llegaron a todo el territorio y provocaron una conmoción moral, de modo que cuando unos embajadores romanos vinieron a sublevar a los pueblos contra los cartagineses encontraron un despectivo rechazo:
Id a buscar aliados donde no se conozca el desastre de Sagunto; para los pueblos de Hispania, las ruinas de Sagunto serán un ejemplo tan siniestro como señalado para que nadie confíe en la lealtad o la alianza romana.
Por cuanto sabemos, los hispanos de la latinización se sentían ante todo romanos, aunque Sánchez Albornoz cree reconocer en sus más eximios representantes la "herencia temperamental hispana". Así, encuentra en ellos un carácter personalista,
el estar inmerso y presente de continuo en su obra y con todo su ser. La vida y el mundo son en ella inseparables del proceso de vivirlos, como dice Castro.
Pero, al revés que este, Albornoz encuentra esas notas entre los hispanorromanos de la Edad de Plata; una de ellas, el gusto por lo soez o indecente: "Séneca escribía en primera persona, refería obscenidades y porquerías y hablaba de sí mismo"; "Ningún filósofo romano sintió tan clara inclinación como Séneca hacia los relatos sucios y hasta malolientes, y Marcial superó en gusto por lo rahez a los otros líricos romanos de la época augustea y del primer siglo del Imperio; notas todas que caracterizaron luego a los peninsulares".
Pero esos rasgos –junto con otros, incluida una mayor delicadeza– se encuentran claramente en los demás latinos, y las expresiones y relatos "sucios y hasta malolientes" aparecen en el mismo Horacio, por no hablar de Catulo, Petronio, etc., y es difícil decidir si son más o menos raheces. Las características del espíritu romano, pragmático y combativo, con mucho genio para la normativa y menor para la especulación y la metafísica, fueron acogidas en la cultura hispana posterior, y seguramente también en la de entonces. Otros autores, como Brenan, distinguen entre el carácter español de Marcial o Quintiliano y el netamente latino de Séneca o Lucano.
El debate entre Castro y Sánchez Albornoz se ha centrado en conceptos como formas de vida, vividura, herencia temperamental, contextura vital, etc., un tanto evanescentes. Pisamos terreno más firme, a mi juicio, si dejamos la consideración, no falsa pero sí nebulosa, sobre el carácter nacional, y buscamos otras evidencias.
Todos aquellos autores sentían el orgullo de Roma, bien expreso en frases como estas de Séneca: "Has prestado un inmenso servicio a la ciencia romana (...); inmenso a la posteridad, a la que la verdad de los hechos, que tan cara costó a su autor, llegará incontaminada; (...) su recuerdo se mantiene y se mantendrá mientras se valore el conocimiento de lo romano, mientras haya quien quiera (...) saber qué es un varón romano, insumiso cuando todas las cabezas estaban rendidas al yugo (...), qué es un hombre independiente por su forma de ser, por sus ideas, por sus obras", dice a la hija de Aulo Cremucio Cordo, de memoria hoy perdida. En Marcial observamos una reivindicación explícita de su cuna hispana:
– Varón digno de no ser silenciado por los pueblos de la Celtiberia y gloria de nuestra Hispania, verás, Liciniano, la alta Bílbilis, famosa por sus caballos y sus armas, el viejo Cayo con sus nieves y el sagrado Vadaverón con sus agrestes cimas y el agradable bosque del delicioso Boterdo que la fecunda Pomona ama (...) Pero cuando el blanco diciembre y el invierno destemplado rujan con el soplo del ronco Aquilón, volverás a las soleadas costas de Tarragona y a tu Laletania [Barcelona]...– Lucio, gloria de tu tiempo, que no consientes que el cano Cayo y nuestro Tajo cedan ante el elocuente Arpino, deja al poeta nacido en Grecia cantar a Tebas o Micenas o al puro cielo de Rodas o a los desvergonzados gimnasios de Lacedemonia, amada por Leda: nosotros, nacidos de celtas y de íberos, no nos avergonzamos de introducir en nuestros versos los nombres algo duros de nuestra tierra.– Gloriándote tú, Carmenio, de haber nacido en Corinto –y nadie te lo niega–, ¿por qué me llamas hermano si desciendo de los íberos y de los celtas y soy ciudadano del Tajo? ¿Será que nos parecemos? Pero tú paseas tus ondulados cabellos llenos de perfume mientras que los míos de hispano son hirsutos; tienes los miembros lisos por depilarlos cada día; yo, en cambio, tengo piernas y rodillas llenos de pelos; tu lengua balbucea y no tiene vigor: mi vientre, si fuera preciso, hablaría con voz más viril; no hay tanta diferencia entre la paloma y el águila ni entre la tímida gacela y el rudo león. Deja, pues, de llamarme hermano, Carmenio, o tendré que llamarte yo hermana.
Estas efusiones no las encontramos en la obra conocida de otros autores, pero es muy probable que las gentes de origen hispano formasen en Roma un grupo de afinidad y solidaridad, como suele ocurrir en las metrópolis y lo formaban los judíos, con seguridad los griegos, los galos, los egipcios y tantos otros. A los hispanos se les reconocía como tales, incluso por su entonación del latín. Cuando Marcial llegó a Roma buscó la protección de los hispanos Séneca y Lucano, y después del trágico fin de estos se dirigió a Quintiliano (así como a Plinio el Joven). En unos de sus poemas canta las glorias de Hispania:
La elocuente Córdoba habla de sus dos Sénecas y del singular Lucano; se recrea la jocosa Gades con su Canio; Mérida con mi querido Deciano; nuestra Bílbilis se gloriará contigo, Liciniano, y no callará sobre mí.
Pese a las alusiones de Marcial a íberos y celtas, estos y sus viejas diferencias se iban diluyendo no ya en la cultura romana, sino en la misma Hispania, donde, recuerda Julián Marías, existían centros como Tarraco, actual Tarragona, sedes comerciales y artísticas de amplias regiones por encima de las antiguas divisiones tribales.
El mismo sentimiento a la vez hispano y romano encontramos en Orosio, el historiador galaico, ya cristiano, que polemiza con los paganos que achacaban al cristianismo el declive de Roma: el paganismo habría sido la causa de las continuas crisis y agresiones tiránicas a otros pueblos, mientras que en la nueva época cristiana "tengo en cualquier sitio mi patria, mi ley y mi religión", y las regiones del mundo (imperial) "me pertenecen en virtud del derecho y del nombre [cristiano] porque me acerco, como romano y cristiano, a los demás, que también lo son. No temo a los dioses de mi anfitrión, no temo que su religión sea mi muerte, no hay lugar temible a cuyo dueño le esté permitido perpetrar lo que quiera (...), donde exista un derecho de hospitalidad del que yo no pueda participar. El Dios único que estableció esta unidad de gobierno (...) es amado y temido por todos". "Temporalmente toda la tierra es, por así decir, mi patria, ya que la verdadera patria, la patria que anhelo, no está de ninguna forma en la tierra".
Lo cual no le impedía ensalzar con entusiasmo a sus compatriotas que habían resistido a Roma: Viriato, "tras haber destrozado durante catorce años a los generales y ejércitos romanos, fue asesinado traidoramente por los suyos; mientras que los romanos solo actuaron con valor en no considerar dignos de premio a los asesinos".
El dolor nos obliga a gritar: ¿por qué, romanos, reivindicáis sin razón esos grandes títulos de justos, fieles, fuertes y misericordiosos? Aprended, más bien, esas virtudes de los numantinos. ¿Fueron ellos valientes? Vencieron en la lucha. ¿Fueron fieles? Leales a otros como a sí mismos, dejaron libres, porque así lo habían pactado, a los que habrían podido matar. ¿Demostraron ser justos? Pudo comprobarlo incluso el atónito Senado cuando los legados numantinos reclamaron, o una paz sin recortes, o a aquellos a quienes habían dejado ir vivos como prenda de paz. ¿Dieron alguna vez pruebas de misericordia? Bastantes dieron dejando marchar al ejército enemigo con vida y no aceptando el castigo de Mancino.
Destruida Numancia, los romanos "ni siquiera se consideraron vencedores (...) Roma no vio razón para conceder el triunfo".
A ver si ahora esos tiempos son incluidos entre los felices, no ya por los hispanos, abatidos y agotados por tantas guerras, pero ni aún por los romanos, afectados por tantas desgracias y tantas veces derrotados. Por no contar el número de pretores, legados, cónsules, legiones y ejércitos que fueron vencidos, recuerdo solo esto: el loco temor de los romanos los debilitó a tal punto que no podían sujetar los pies ni fortalecer su ánimo ni siquiera ante un ensayo de combate; es más, en cuanto veían a un hispano, sobre todo si era enemigo, se daban a la fuga, sintiéndose vencidos antes de ser vistos.
La misma simpatía le lleva a afirmar, exagerando algo:
César [Augusto], dándose cuenta de que lo hecho en Hispania durante doscientos años no serviría de nada si permitía seguir usando de su independencia a los cántabros y astures, poderosísimos pueblos de Hispania...
También los no hispanos distinguían a estos por el acento, costumbres o, en panegírico más o menos interesado, por diversas virtudes, como hacía el galorromano Pacato, en honor del hispano Teodosio:
Ella [Hispania] trajo al mundo los soldados más duros, los generales más hábiles, los oradores más expertos, los poetas más ilustres; ella es madre de gobernadores, madre de príncipes, ella dio al Imperio al insigne Trajano y luego a Adriano, a ella le debe el Imperio tu persona.
Lo mismo encontramos en el poeta egipcio Claudiano, hacia el año 398: Hispania era "fecunda en buenos emperadores" y en "muchas princesas", y disponía de un vergel "de rosas y flores" en las bien regadas tierras de Levante.
Sería realmente extraño que cierto orgullo del origen hispano no se reflejara en sus naturales al mismo tiempo que el orgullo de pertenecer a una gran civilización, aun si a veces de modo contradictorio. Extraño, porque lo vemos igualmente en todos los países, incluso en los más homogéneos, donde los piques regionales no impiden una común consideración nacional. España se conformó bajo Roma como nación cultural, proceso completado por los hispano-godos desde Leovigildo en nación política.
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