«Boston Tea Party» es el nombre que recibe la más celebre revuelta popular que hubo en las Trece Colonias antes del estallido de la Guerra de la Independencia contra el gobierno del Rey Jorge III en 1775. Tuvo lugar el 16 de diciembre de 1773. Los colonos arrojaron al mar sacas de té como forma de manifestar su negativa a pagar impuestos a nadie más que a gobernantes elegidos. El pasado martes, en el Estado del que Boston es la capital, se produjo una nueva revuelta que puede haber pillado tan desprevenidas a las autoridades como aquella de hace 237 años, que encontró al primer ministro de Su Majestad, lord North, cazando lagunejas.
Ya hemos visto los primeros y pobres argumentos en defensa del presidente Obama y de su nula responsabilidad en el cataclismo electoral de Massachusetts. «La culpa es sólo de la candidata derrotada, Martha Coakley». La única ventaja de engañarse a uno mismo es que, a corto plazo, suele ser gratis y puede, incluso, consolar mucho. Porque lo que vimos en el primer aniversario de la llegada de Barack Obama a la Casa Blanca fue una derrota del mensaje, no del mensajero. Obama asumió el poder en loor de multitudes planetarias y abstraído por ellas ha dejado que su proyecto de reforma sanitaria pasara de estar inspirado por el sector del partido afín a él mismo o a Bill Clinton, a quedar bajo la batuta de los herederos más radicales de George McGovern -el hombre al que Richard Nixon humilló en las presidenciales de 1972 derrotándolo por 520 votos electorales contra 17- o de Howard Dean, la izquierda de la izquierda del Partido Demócrata actual.
Que no haya lugar a dudas. La reforma sanitaria de Obama, en su actual redacción, está más muerta que viva. La mayoría vigente hasta el pasado martes era de 60-40 -contando en la mayoría el alma de difunto senador Kennedy. Con los 40 votos que el jefe de la minoría republicana ha logrado mantener compactos como una roca de mármol -algo poco usual- el Partido Republicano no podía bloquear la reforma en el Senado. El problema es que el ganador en Massachusetts el pasado martes, Scott Brown, hizo campaña diciendo que su voto sería el número 41. El que bloqueará la reforma. Y ese lema hizo que los votantes que se declaran independientes en Massachusetts, que son la mayoría, votaran abrumadoramente por Brown. Esos independientes huyen de las políticas radicales de uno u otro partido. Y en el caso que nos ocupa han visto cómo, con tal de sacar adelante la reforma, Obama cedía ante unos sectores de su partido que no estaban dispuestos al compromiso. Unos maximalistas que quieren tener patente de corso ideológica y que prefieren no lograr una reforma antes que lograr una reforma consensuada con la oposición -en la que, obviamente, habría que hacer concesiones. Brown nunca hubiera derrotado a Coakley si la votación del pasado martes no llega a ser sobre cuestiones de ámbito nacional de tanta trascendencia.
Hay políticos que escuchan la voz del pueblo cuando va a las urnas. Hay otros que antes de reflexionar un minuto ya han concluido que el pueblo se ha equivocado. Y hay otro tercer grupo que se anticipa al error que va a cometer el pueblo y estudia cómo ignorar su voz. En ese grupo está el Partido Demócrata del presente. El pasado fin de semana, horas antes de la votación que ha desatado la crisis, los jefes de la mayoría en Capitol Hill estudiaban planes de contingencia para poder ignorar la voz de las urnas de Massachusetts. La presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, ya advirtió que al margen de cualquier voluntad popular, «tendremos reforma sanitaria por una vía o por otra». Como muy bien ha sentenciado editorialmente The Wall Street Journal «Verdaderamente, algunos políticos son tan obtusos como lo parecen».
Pelosi y sus colaboradores tienen tres planes para capear el temporal. Uno es convertir a Scott Brown en Leire Pajín y al Senado de Estados Unidos en las Cortes Valencianas. Y demorar la recepción de sus credenciales hasta que se haya votado la reforma sin que los republicanos tengan 41 senadores. Hasta los más radicales en el partido saben que ese desprecio a la voluntad popular crearía problemas a medio plazo. Obama ya se ha manifestado en contra, pero Harry Reid, jefe de la mayoría demócrata, sigue en ello. Otra alternativa es recurrir al proceso de conciliación de los textos y dar la batalla ahí, pero eso prolongaría esta cuestión durante meses. Y esta alternativa, ética y políticamente impecable, es de alto riesgo para Obama. Hay muchos demócratas que votaron por la reforma sabiendo de su impopularidad. Y ellos son los que en noviembre tienen que ser reelegidos en distritos en los que tienen ventaja marginal. Y esos demócratas sí que prestaran atención al pueblo de Massachusetts por muy lejos que esté de su circunscripción electoral. Hay también una tercera opción, aún más complicada: que la Cámara de Representantes ratifique el texto aprobado por el Senado en Nochebuena sin alterarle una coma. Así, se tragarían todas las enmiendas que ellos negociaron, pero el Senado no podría volver a votarla. Las posibilidades de que eso ocurra parecen escasas.
Massachussetts ha puesto de manifiesto una crisis de gran calado. Las elecciones de mitad de mandato suelen ser el termómetro político que diagnostica la salud del presidente. Pero este año ha habido toma de temperatura diez meses antes de lo habitual y el resultado es que al presidente con la mayor votación de la historia de los Estados Unidos le urge internamiento en la unidad de cuidados intensivos. El sentido común indica que los demócratas debieran reconocer qué mal entendieron la victoria de 2008. El mandato entonces fue el de sacar la economía de la crisis. Y en lugar de eso, lo que estamos viendo es cómo se resucitan las utopías izquierdistas de la década de 1960.
Utopías que son tan caras a la dinastía Kennedy, pertenenciente a la clase más elitista, de la ciudad más cosmopolita, del Estado de factura más europea de toda la Unión. El pasado miércoles el conductor de un importante espacio de la radio pública española afirmaba que Obama había perdido el «escaño del pueblo». Los Kennedy... ¿el pueblo? Después de su batalla contra la reforma sanitaria, la frase de mayor éxito en la campaña de Brown fue la que espetó a Coakley en un debate televisivo. Ante la disputa por el escaño que había sido del clan Kennedy desde que John se lo ganó a Henry Cabot Lodge en 1952 Brown sentenció: «Este escaño no es de los Kennedy. Este escaño pertenece al pueblo de Massachusetts».
Quince años después del «Boston Tea Party», Thomas Jefferson estaba en Europa como enviado del Congreso de los Estados Unidos. El 8 de enero de 1789 escribía a Richard Price, el célebre moralista, economista y pastor calvinista galés. «Para mí es una nueva prueba de consuelo que allí donde el pueblo está bien informado, se le puede confiar su propio gobierno; y que cuando quiera que las cosas se hagan tan mal como para llamar su atención, se puede estar seguro de que [el pueblo] las corregirá». Un mes después, el 4 de febrero, George Washington era elegido el primer presidente de los Estados Unidos. Y en 1800 Jefferson sería el tercer presidente de la gran república norteamericana, que sigue fiel a la visión de aquel redactor de la Declaración de Independencia de 1776.
Ramón Pérez-Maura
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