Por fin, después de una larga travesía por el páramo de los eufemismos, las palabras hueras, los conceptos tontilocos, las mentiras descaradas y la baba semántica, nos topamos con un concepto muy claro, que no es otro que el pronunciado por fin por algunos españoles en alta voz como merece: «alta traición». Sería maravilloso que estas palabras tan fuertes fueran el comienzo del retorno a la utilización de la lengua, de la palabra, como ellas y nosotros merecemos. Nunca me cupo la menor duda de que era el término a utilizar para el escándalo del Bar Faisán de Irún, «alta traición». Cuando unos gobernantes tienen en guerra a miles de policías, guardias civiles y otros miembros de la seguridad del Estado, jugándose la vida contra los terroristas y se dedica a ayudar a éstos en contra de aquéllos, difícilmente hay otro término que utilizar. Cuando unos personajes que han jurado defender la Constitución se dedican, por conveniencia política o de cualquier otra índole, a colaborar con los enemigos de la misma, con sus enemigos armados y asesinos, con los que la sociedad española está en guerra desde hace cuarenta años, no cabe otro calificativo que el de traidores. Es bueno y saludable que volvamos a llamar a las cosas por su nombre. Porque nos ayudará a todos a entender que es posible una ofensiva contra la manipulación semántica, que siempre ha sido un instrumento clave en la lucha de quienes nos quieren hacer súbditos, arrebatarnos la individualidad y la ciudadanía e imponer su pensamiento único de la mentira amenazante.
Alta traición. Eso es lo que cometió en su día el coronel Alfred Redl, en principio brillante oficial del servicio de información del Ejército austrohúngaro, jefe del Estado Mayor del VIII Mando con sede en Praga. Trabajó para el enemigo hasta que, sabiéndose delatado, se pegó un tiro en Viena. En caso de no haberlo hecho, habría sufrido más. Primero, el oprobio y después, un fusilamiento. Tranquilos todos, que nos vamos conociendo. Nadie interprete esto como una llamada a utilizar los métodos expeditivos de antaño. Ni siquiera es una llamada al respeto a un cierto código de honor que los personajes implicados en el caso que nos ocupa probablemente no conozcan. Y de conocerlo les importaría un bledo. En realidad, lo que ha sucedido es que al código del honor o de la fe lo ha sustituido ese código implacable de la conveniencia. Tiene razón Jaime Mayor Oreja cuando dice que el caso Faisán sólo es una parte de la gran operación lanzada por los socialistas y nacionalistas para despojar de derechos y libertades a media España aliándose con la banda terrorista. Así empezó todo en el Tinell y en Perpignan. Y ahora estamos aquí, con la certeza de que altos mandos policiales y políticos traicionaron a sus subordinados, convencidos de que así tendrían un beneficio propio. Ayudaron a los asesinos de cientos de policías y guardias civiles, de trabajadores y empresarios, también de algún niño, para lucrarse en su carrera o promocionar su poder. ¿Verdad que dicho así suena bastante tremendo lo sucedido? Pues creo realmente que no hay otra forma de decirlo. Como dice el gran Santiago González, no tenemos versión más verosímil. El código de la conveniencia, que en este país nadie simboliza mejor que el juez Baltasar Garzón y su gemelo moral, que es el presidente del Gobierno, todo lo hace factible y explicable desde un escudo hipócrita de buena voluntad. Pero no desesperemos. Nuestro Fouché Rubalcaba va a tener dificultades en explicar toda la «normalidad» de las conversaciones entre sus protegidos en aquel momento en el que su Ministerio hizo un pacto, una alianza, con quienes mataban y matan a quienes están a sus órdenes. Suena fatal esto último. ¿Verdad? En eso radica muchas veces el sentido de las palabras.
Hermann Tertsch
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