Eso de sentirse profundamente europeos, debe ser cosa de entendimiento y educación. Un chico, al que se le inculca la lectura y se pone en sus manos toda clase de libros de creación, debidos a la cultura occidental, no tiene por menos de sentir que Europa es su patria integral, espiritual, pese a las divisiones nacionalistas del poder. Todos somos uno en ese marco del conocimiento y la sensibilidad, todos parientes bien cercanos los unos de los otros.
Yo siento a Europa desde Roma, cabeza de la cristiandad, sin ser católico practicante, pero Roma es la madre de Europa antes de ser cristiana. Tanto le debo a Séneca, como a San Juan de la Cruz o a Nietzsche. Pero Europa es así, gracias a sus reyes, papas, inquisidores, artistas, pensadores, herejes y traidores de todo tipo. Yo he vivido dichosamente en Roma por algún tiempo y he paladeado Roma estéticamente porque, en tanto que artista educado a la antigua, el viaje a Roma era preceptivo. Los pintores y músicos que más admiraba, habían pasado por Roma, vivido una juventud intensa y creadora, entre augustas ruinas y frascas de vino, ingleses, alemanes, franceses, suecos, daneses... Y me hubiera gustado conocerla bajo el dominio de Pío Nono.
–«¡No me diga...! Es usted un facha tremendo».
–Nada de eso, sino porque fue en un periodo en el que el Estado más chico de Europa era como una concentrada lección de historia y de estética, impartida en un aula magnífica. Un mundo aparte, pero maravilloso. Esa Roma papal del siglo XIX, de la que existe un gran archivo de fotografías, que nos la resucita conmovedoramente. Por fortuna, poseo un volumen de estas fotografías, hechas por artistas nórdicos, entre 1860-70, que me hace sentirla de un modo entrañable, como si la hubiera vivido, como si me dieran a conocer y reconocer a mi tatarabuela en un daguerrotipo de su juventud. Esta era la ciudad-estado pontificio, y no importaba tanto que Pío Nono promulgara dogmas algo pasados de rosca –su propia infalibilidad– y decidiera sentencias de muerte, como Franco. Una de estas fotografías nos presenta una ejecución, con alta presencia militar y numeroso público. Y en un claro de aquel espacio –en el siniestro ritual– un perro que orina. También Europa es esa realidad. Pero son accidentes históricos, por los que pasa toda la humanidad. Aunque, para los artistas del siglo XIX lo que importaba era, sobre todo, Miguel Ángel, Rafael, Bernini, Borromini y compañía. Eran la Roma antigua y barroca, y menos la moderna, que ya contaba con ferrocarril. El vagón papal era imponente, en el estilo ecléctico más demencial, que le hacía parecerse a un féretro de lujo, con vistas al paisaje y al paisanaje. Aquella Roma era un espectáculo incomparable, una frágil burbuja histórica, próxima a estallar en el aire. Con sus pastorcillos de égloga al borde del Tíber, con sus «pifferari» sonando su flauta por la plazas, con su Corso, paseado en carretela por príncipes de la sangre o de la Iglesia. Y con sus zonas, en las que reinaba el silencio soñador de las ruinas. Las sorpresivas excavaciones no cesaban y toda la ciudad semejaba una cantera en explotación. La Antigüedad emergía como el chorro de un pozo de petróleo; y el agro romano repartía por toda la urbe sus vacas de cuernos enormes, que descansaban a la sombra de los monumentos. De esa vida en la Roma de los artistas dejó en el dramaturgo Ibsen un testimonio de asombro y estupefacción, de algo incomparable y exclusivo. Aún encontraba yo, en los años 60, en el mercadillo de Porta Portese, dibujos y «academias» de aquellos pintores pensionados en el pasado, que adquiría por muy pocas liras. Y considero que aquella Roma pontificia podía ser tan deleznable, políticamente, como la de Berlusconi, pero era y representaba, en el fondo, la esencia intelectual y artística de Europa, de mi patria total y de mi pueblo europeo, que ahora es España. Las ganas de salir de mi pueblo, de pasear y reconocer mi país, no se me han pasado todavía.
Francisco Nieva
www.larazon.es
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