El desmantelamiento de una red de clínicas de Barcelona en las que se practicaban abortos ilegales ha puesto al descubierto toda una industria homicida que debería avergonzar a una sociedad desarrollada. La dimensión del problema va más allá de lo puramente legal, aunque ha sido gracias a una denuncia y a la actuación de la Fiscalía y del juzgado instructor por lo que se han podido frenar unos horrores más propios de un campo nazi de exterminio. Los detenidos están imputados de realizar abortos sin amparo de ninguno de los supuestos justificados legalmente tras la reforma del Código Penal en 1985. Los responsables de estas clínicas habrían llegado a matar con técnicas homicidas espeluznantes -como la decapitación- fetos de más de 32 semanas, cuyos restos eran luego triturados y vertidos por desagües para borrar todo rastro. Ciertamente, estos actos delictivos presentan una vertiente legal y demuestran hasta qué punto la ley de 1985 se hizo con suficiente ambigüedad -no reparada por la sentencia del Tribunal Constitucional- para, de hecho, implantar en España un aborto libre, que sería absolutamente contrario al artículo 15 de la Constitución.
Pero, aparte del debate sobre la insuficiencia de la ley y la inexistencia de controles administrativos sobre estas clínicas abortistas, hay una cuestión de fondo que la hipocresía de la sociedad actual mantiene en silencio cómplice: el aborto es la muerte dolosa de un ser humano con métodos cruentos. No hay razón científica ni legal para negarle al feto la condición humana y, por tanto, para negar a su vida el mismo nivel de respeto y protección que a un nacido. La cirugía prenatal y la pediatría neonatal están demostrando la viabilidad de fetos de pocos meses, lo que anula gran parte de las excusas médicas para matarlos y ratifica algo tan obvio como que el embarazo no es más que la primera fase del desarrollo humano y no justifica la confiscación de su vida por un supuesto derecho de la madre a su propio cuerpo. Al suyo, es posible; pero no al de su hijo. Por otro lado, el daño «psíquico» que puede causar el embarazo no es más que una coartada que sirve para revestir de legalidad la mera voluntad de la mujer para abortar sin causa.
En España se practican al año casi 100.000 abortos. Es una cifra terrible, pero también lo es la pasividad con que la recibe la sociedad, porque encierra una concepción nihilista de la vida y hace cínica la proclamación de los Derechos Humanos -más todavía el furor ecologista- porque entre ellos no se encuentra el único que da fundamento a todos los demás, que es el derecho de todo ser humano concebido a seguir viviendo. En la batalla de las ideas, la primera sigue siendo la defensa de la vida humana.
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