El problema con Hugo Chávez no son sus veleidades marxistas, sino su desaforada fiebre narcisista. Han pasado ya 18 días desde que el Rey lo dejo planchado en la Cumbre Iberoamericana y el Gorila Rojo no se ha recuperado. Se quedó pasmado y anda diciendo que no oyó el sonoro «¿por qué no te callas?» y que suerte tuvo Juan Carlos, porque él es tremendo.
Padece eso que los franceses denominan «el pensamiento de la escalera»: Lo que se te ocurre que debías haber hecho arriba, cuando vas bajando y es demasiado tarde.
Padece eso que los franceses denominan «el pensamiento de la escalera»: Lo que se te ocurre que debías haber hecho arriba, cuando vas bajando y es demasiado tarde.
Vamos a tener tabarra Chávez para rato y da igual lo que digan el presidente Zapatero, el ministro de Exteriores Moratinos, la secretaria para Iberoamérica Trinidad Jiménez o el diplomático Bernardino León. El tipo, más presumido que un quinto mal hecho, seguirá soltando lindezas muchos meses.
Si no tuviera a su servicio los pozos de petróleo, quizá se podrían pasar por alto sus bravatas, pero no es así. Chávez es un payaso, pero de los peligrosos, porque tiene recursos financieros y se ha buscado amigos poco recomendables.
Mal hace el Gobierno ZP al considerar inocuos fuegos de artificio las vinculaciones del Gorila Rojo con el iraní Ahmadineyad, su súbita vocación nuclear, su apoyo a los narcoterroristas colombianos y sus tejemanejes con el nicaragüense Ortega o el boliviano Morales.
Tengo la impresión de que el «¿por qué no te callas?», marcará un antes y un después en la peripecia de Chávez. La buena suerte no es eterna y comienza a haber indicios de que las cosas no le van como antes.
Como atestiguan los periodistas de RCTV, el Gorila Rojo ha retorcido la ley para cerrar la boca a los disidentes, pero hasta ahora no ha necesitado hacer trampas muy gordas para imponerse en las urnas. Ha ganado por la combinación implacable de la aritmética demográfica y la televisión.
Este domingo hay un referéndum en Venezuela, con el que Chávez pretende consagrarse como caudillo vitalicio y las encuestas, por primera vez, no le son favorables. En cualquier caso, tanto si gana como si pierde, ha llegado el momento de que las democracias occidentales -incluida España- dejen de ser complacientes con semejante facineroso.
Alfonso Rojo
www.abc.es
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