Se habla mucho de héroes últimamente. Héroes de la Segunda República. Héroes de la Segunda Guerra Mundial. Héroes de la Guerra Fría. Héroes de la polvorienta Revolución Rusa... Y es que a veces el héroe resulta una buena compañía y, a diferencia del Galileo de Brecht, que consideraba infortunada aquella tierra que requiere su brillo, hoy, cuando siempre gana quien fomenta en el ciudadano lo que resulta más fácil, hay quien parece echarle mucho de menos. Tanto, que necesitados de buena conciencia moral, su búsqueda nos tiñe la mirada de ternura por víctimas de todas las especies y de falsa nostalgia por devorados iconos redentores.
Ahí están las treces rosas de la película, seres inermes con los que se cebó el enloquecido ajuste de cuentas de nuestros años bárbaros, transformadas ahora en heroínas. Y ahí está el rostro del Che Guevara, mirándonos otra vez en medio de aquel bosque de sectarios, traidores o criminales de despacho en que se convirtió Cuba después del triunfo castrista, contemplándonos como el último revolucionario romántico.
A decir verdad, a cualquier curioso y desconfiado lector de historia la figura del héroe no puede sino producirle cierto malestar. Y ello se debe a que su siembra, que alarga un hecho en el porvenir y acumula leyendas, ha facilitado en demasiados ocasiones el autoengaño y la concupiscencia del opresor. Además, el héroe es también una noción oscura. Lo que le caracteriza, precisamente, es que su significado cambia sin cesar, y en permanente discusión, deja siempre algunas preguntas sin respuesta definitiva.
Para Plutarco, que escribe en la Antigüedad, no existe la menor duda de que Julio César y Alejandro Magno, ebrios de embestidas en países lejanos, fueron héroes. Pero para el erasmista Alfonso de Valdés, que habita el crepúsculo del Renacimiento, la frontera entre estos dos mitos paralelos y el tirano expansivo y guerrero se diluye. Y así dice: «no debes tener por fama la que adquirió Alejandro Magno ni Julio César, pues fue con tanto daño de todo el mundo».
Durante el siglo XVIII, centuria en que Montesquieu afirma que la libertad es el sentido más profundo de la historia de la humanidad, surgen los Danton, Robespierre, Saint Just... héroes de la oratoria, tribunos y abogados que se proponen sacralizar, frente al despotismo y el palacio feudal, aquel afán constante y ciclópeo. Las cabezas segadas bajo el Terror podrían declarar, muy enfáticas: ¡Libertad, y la tierra se llena de guillotinas!
Uno no está justificado por un heroísmo cualquiera, ni por un amor cualquiera. Como historiador, siempre he desconfiado de las jornadas heroicas fabricadas o simuladas por los gobiernos, porque a menudo no discriminan con honradez sino que lanzan hurras con grosería, y no tienen en cuenta el simple heroísmo de una acción más que en la medida en que va conectado con un evidente beneficio publicitario. Ahí están los catalanistas con su 11 de septiembre de 1714, los aragonesistas con su recuerdo del Justicia Juan de Lanuza, los andalucistas con su Blas de Infante, los liberales del XIX con la derrota comunera de Villalar, los falangistas con sus funerales de los caídos, los socialistas de ahora con su mausoleo republicano. Por otra parte, siempre he sospechado que el heroísmo, el verdadero heroísmo, es más pudoroso que aquel que a menudo glorifican estatuas, cuadros, películas, poemas o centenarios, y que sus fechas esenciales pueden ser asimismo, durante largo tiempo, secretas.
No sólo marca una fecha heroica el día en que los patriotas de Washington libraron la batalla por la independencia contra la corona de su majestad británica, sino aquel en que Henry Thoreau, libre de prejuicios y de compromisos políticos, pronuncia en público su ataque frontal contra la esclavitud y sus muñidores, denunciando, con esa inteligencia del corazón que rechaza toda transacción, las leyes dictadas por el Congreso para perpetuar el vil comercio de seres humanos sin poner en peligro la Unión de los Estados.
Una jornada heroica que no tiene ni tendrá jamás su estatua es la protagonizada por el filósofo Bertrand Russell durante la Primera Guerra Mundial, a la que se opuso condenando uno y otro bando, señalando que era en casa donde se perdía el mundo, en casa, donde estaban sueltos los chacales que hablaban del valor del uniforme y del amenazante y grotesco enemigo. La voz de Russell propuso los lúcidos placeres del pensamiento y la indignación ética ante la manipulación de las pasiones. Y todo ello en una época que adoraba los caóticos ídolos de la nación. Por supuesto, su palabra fue un desierto. El filósofo tuvo que pagar el precio impuesto por un gobierno que no permitía ninguna diferencia: la cárcel y su cátedra en Cambridge. Pero su gesto lo convierte en un héroe de nuestro tiempo. Quizá más: nos lleva a entender el heroísmo de otro modo, a pensar en otro concepto de heroísmo.
«Sigo escribiendo», anota en su diario -estamos ahora en la Rumania filonazi de 1944- el novelista judío Mihail Sebastian. «Ése es mi heroísmo, quiero ser testigo, testigo fiel, hasta el final». Y su crónica nos descubre el valor supremo que hay algunas veces en el simple acto de escribir. Tal y como nos enseñan también Primo Levi y Solzhenitsin. El primero, narrador en el sentido más primitivo y sagrado, el que cuenta las experiencias que había conocido en Auschwitz cuando casi en ninguna parte se hablaba del exterminio de los judíos de Europa, y recuerda para incomodidad de muchos que «Toda víctima debe ser compadecida, todo superviviente debe ser ayudado y compadecido, pero no siempre pueden ponerse como ejemplo sus conductas». El segundo, Solzhenitsin, armonizando su voz atronadora y acre con el habla y la escritura que eran necesarias para desvelar lo que ocurría en los campos estalinistas, para golpear la buena conciencia progresista con el Yo acuso del siglo XX: Archipiélago Gulag.
Decía Saint Exupéry que siempre es en los subterráneos de la opresión donde se preparan las nuevas ideas. Y esta reflexión me conduce a Heisenberg, uno de los físicos alemanes que habría podido desarrollar la bomba atómica para Hitler. Sin embargo, Heisenberg no sólo no desarrolló el proyecto de la bomba atómica sino que se pasó toda la guerra con el doloroso temor de que los del otro lado estuvieran haciéndolo. Temor no infundado, como demostró Truman al hacer exactamente lo mismo que habría decidido Hitler: lanzarla contra ciudades enemigas cuidadosamente seleccionadas. Quizá aterrado ante esa perspectiva, Heisenberg trató de comunicar a los colegas que trabajaban en Estados Unidos que ni él ni los físicos que quedaban en Alemania tenían intención de fabricar la bomba ni medios para ello.
Porque también en la cara de este físico alemán, que se comportó como un hombre libre cuando objetivamente no lo era, podemos ver otro concepto de heroísmo. Aquel que se obstina en reforzar los resortes de la dignidad humana, aquel que parafraseando a Marco Aurelio considera solamente esto: si cuando actúa sus acciones son justas o injustas, si son de un hombre bueno o de uno malo. Y el mal se llama intolerancia, el mal se llama menosprecio de la vida y de la libertad, el mal se llama fanatismo... Por supuesto, es un heroísmo sin decoración teatral, que nomagnetiza a las masas hablando a gritos o muriendo en un campo de batalla, un heroísmo que no se preocupa de durar o preservarse, a menudo secreto, ignorado por los vencedores, por los gobiernos, los compatriotas, por todos, pero que renueva una palabra gastada y la libera de unas manos que a fuerza de utilizarla, de malversarla, la han convertido en un monedero falso. Un heroísmo que consuela, ayuda, cicatriza, enseña. Y que vuelve la elección pura. Como en el sacerdote católico y resistente alemán Franz Reinisch, expulsado de su congregación religiosa al negarse a prestar juramento de fidelidad a Hitler, siendo más tarde fusilado por los nazis.
Fernando García de Cortázar
Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto
Nenhum comentário:
Postar um comentário