quarta-feira, 12 de agosto de 2009

Él no sabe quién es

José Luis Rodríguez Zapatero

Es evidente que se trata de uno de esos tipos que cambian poco a lo largo de la vida, heredan un esbozo de ideología y siguen con él como quien se queda con los zapatos del finado para el resto de la vida —en este caso, las escasas ideas del abuelo, que no era un lince—, y se sienten gloriosos y únicos.

Karl MarxPor momentos, se parece a Marx, que en las reuniones iniciales de la Primera Internacional no abría la boca, dejaba hablar a los demás y se iba quedando con la organización: no le preocupaban tanto las ideas como el poder dentro del aparato. Como Marx, quiere ese poder para cambiar el mundo. Pero Marx sabía lo que hacía y hasta tenía prevista la forma de ese cambio: brutal, aniquilador y definitivo, como el que antes habían deseado Rousseau, Robespierre y toda la caterva del Terror, pero con un sentido preciso. El presidente permaneció callado durante dos décadas hasta hacerse con el aparato, preparándose para realizar un cambio brutal, aniquilador y definitivo, pero desconoce el sentido de esa apuesta e incluso está dispuesto a variar el rumbo de acuerdo con sus corazonadas —esas que también mueven al alcalde de Madrid—. Carece por completo de concepción teleológica, ignora la finalidad de sus propias acciones y se manifiesta en actitudes que sólo él considera gloriosas, como quedarse sentado ante la bandera de los Estados Unidos: hace una revolución simbólica, en la seguridad de que está haciendo una revolución real. Toda su actividad es una sucesión de gestos desordenados y de discursos insustanciales que son rápidamente refutados por los hechos, que se desarrollan lejos de él.

Vladimir LeninPor momentos, se parece a Lenin: es ferviente partidario de las guerras civiles y del exterminio del enemigo. Sostenía el dirigente ruso que el marxismo es "una doctrina guerracivilista". Y tomó el poder con un golpe de Estado y desencadenó una guerra civil espantosa en la que murió medio mundo: casi todos, salvo Stalin. No se sabe si los acontecimientos del 11-M constituyen, vista la forma en que se manejaron, un golpe de Estado: en todo caso, se trataría de un golpe evanescente, impreciso, propio del personaje, que jamás deja nada claro. Lenin sabía lo que hacía: cómo tomar el poder y qué hacer con él. El tipo de la sonrisa no sabía cómo tomar el poder: lo pusieron ahí y le dijeron que era un señor estupendo, muy hábil y democrático. En cuanto a la guerra civil, también es simbólica: como nadie, ni siquiera los maquiavelos que lo llevaron a Moncloa, iba a permitirle disparar un tiro ni en una cacería con Bermejo, se lanzó con la ayuda de Garzón a desenterrar cadáveres que estaban siendo desenterrados desde hacía años: el permiso para hacerlo se dio en 1978. Y si todo el asunto era grotesco desde el principio, el otro completó la comedia pidiendo el certificado de defunción del Caudillo. Telón. Pasemos a otras cosas revolucionarias: aborto, eutanasia, matrimonio gay y demás preocupaciones esenciales de la mayoría de los españoles.

Lo más grave en este terreno es la inmensa, enciclopédica ignorancia del personaje. Largo Caballero, que estaba tan desencajado como él y fue a la guerra civil de verdad, al menos tenía algunas lecturas. No de Marx y probablemente ni siquiera de Lenin, pero sí de los vulgarizadores de la doctrina: hacía la o con el culo de un vaso, pero la hacía. Un tipo que ha leído seriamente a Marx o a Lenin sabe perfectamente que se puede matar a quien haga falta pero no se pueden enunciar imbecilidades todo el tiempo: se hubieran reído muchísimo —y no eran hombres de risa fácil— con lo de la alianza de civilizaciones.

Juan Domingo PerónPor momentos, tiende a parecerse a Perón. Sólo alcanza a parecer un peronista montoneril kirchneriano, un arquetipo que el propio Perón despreciaba, entre otras razones, porque no sabían lo que hacían ni lo que querían. Perón tenía un proyecto de Estado, paternalista y represivo, pero un proyecto. Sabía lo que hacía. Los peronistas no tienen más que sed de poder y resentimiento. El resentimiento, en el caso de Evita como en el del matrimonio Kirchner y a lo largo y ancho del movimiento peronista, es el gran motor del discurso salvacionista: el populismo es el resentimiento en acción. Si el juez no mete preso a Camps, el rostro del presidente, como el de la vicepresidenta y el del ahora ministro de Fomento, se crispa y se afea en el ya van a ver los que es bueno, qué se han creído estos oligarcas: nosotros, el pueblo, tomaremos medidas a la altura de las circunstancias, lo sepa o no el fiscal encargado del trabajo sucio. Y es el resentimiento el que los hace obamistas: ¡por fin un negro no demasiado documentado en el 1600 de Pennsylvania Avenue! ¡Escucha, blanco!

Se parece el presidente a mucha gente que sabía lo que hacía. A tanta, que ya no está seguro de quién es ni, lo que es aún peor, de quién quiere ser. Ya van cinco años. ¿Nos queda mucho?

Horacio Vázquez-Rial

vazquezrial@gmail.com
www.vazquezrial.com

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