sexta-feira, 21 de agosto de 2009

La decadencia española (I)

Al morir Felipe IV en 1665, España estaba en crisis no solo por sus reveses exteriores sino también por la sucesión en un niño, Carlos II, con serias taras físicas y mentales. La desgracia no habría sido grave si existiese una élite política de buena calidad, lo que no ocurría. Quedó como regente la madre de Carlos, Mariana de Austria, poco acertada en sus decisiones y nombramientos. Su primer valido, el padre Nithard, hombre carente de iniciativa, aceptó la independencia de Portugal y otros retrocesos ante Francia; el siguiente, Fernando de Valenzuela, afrontó los problemas generales y su propia débil posición recurriendo a una mayor corrupción e intrigas cortesanas. España, que había sido capaz de arrostrar la coalición de las grandes potencias emergentes europeas y del Imperio otomano, se veía obligada a jugar con las rivalidades entre sus enemigos, lo que hizo con cierta habilidad, para no sufrir demasiadas pérdidas. En 1677 el declive pareció corregirse cuando el hijo bastardo de Felipe IV, Juan José de Austria, dio un golpe militar, hizo desterrar a Valenzuela a las Filipinas y alejó del poder a Mariana.

Juan José tenía tras sí un buen historial: en 1648 había derrotado una rebelión en Nápoles y a los franceses que pretendían ocupar el reino; en 1650 había vencido otra insurrección en Sicilia y arrebatado a los franceses plazas fuertes de la Toscana; en 1652 había recuperado Barcelona y en años siguientes la Cataluña peninsular. Como gobernador de Flandes había logrado victorias sobre Francia, hasta que la intervención inglesa invirtió la situación y dio el éxito a Francia en Las Dunas. Había conducido pasablemente una campaña en Portugal, pero en 1663 la alianza luso-inglesa le había desbaratado, siendo relevado por intrigas palaciegas. En conjunto, superaba en méritos a los de los demás políticos y despertó una oleada de esperanza popular. Pero falleció a los dos años, con su popularidad mermada por las intrigas y las epidemias, y por la desfavorable paz de Nimega, en la que Francia logró nuevos avances en su designio de conquistar Flandes, y España perdió el Franco Condado. Los años siguientes vinieron marcados por nuevas y en general exitosas agresiones francesas, e intentos poco fructíferos de reformas hacendísticas. La paz de Rijswijk, en 1697, volvió a favorecer a Francia, que ocupó la mitad (Haití) de la isla Española.

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Al empezar el siglo XVIII el mapa político de Europa había cambiado de modo sustancial con respecto a su comienzo. Portugal había vuelto a separarse de España, Holanda, potencia marítima, disputaba el mar a Inglaterra, construía un imperio colonial en América y en Asia, sostenía un comercio variado y hegemonizaba el lucrativo tráfico de esclavos. Inglaterra había consolidado su poder en Irlanda y con menos dureza en Escocia, y dominaba cada vez más el mar. Una Francia engrandecida heredaba en cierto modo el papel de España como gran potencia católica, y contra su expansionismo se aliaron el Imperio, Inglaterra, Holanda, España, Suecia y Portugal, en la Guerra de los Nueve Años (1688-1697). España mantenía sus posiciones y la paz vigilante en el Mediterráneo. Los turcos, todavía en 1683, habrían ocupado Viena de no habérselo impedido el rey polaco Jan Sobieski. Suecia dominaba el Báltico, ocupando amplios espacios costeros alemanes, polacos y de la costa este, así como provincias noruegas y danesas. La confederación polaco-lituana había dejado de ser una gran potencia tras la invasión sueca de mediados de siglo, conocida con el expresivo nombre de "El Diluvio", y había perdido territorios del Báltico y en Ucrania; caída en un estado semianárquico, aún fue capaz de salvar a Viena de los otomanos. Rusia, por el contrario, había superado el "Período de los tumultos" y las guerras con Polonia y Suecia, gracias a su fuerte burocracia; una nueva dinastía, los Románof, acentuó la autocracia y la servidumbre, provocando revueltas campesinas, pero convirtió a Rusia en el país más extenso de Europa. A finales del siglo reinaba Pedro I el Grande, que iba a emprender una drástica modernización del país y trató de abrirlo al Báltico; los suecos de Carlos XII le derrotaron en 1700, pero aprovechó una nueva guerra sueco-polaca para ocupar una pequeña zona costera, donde, en 1703, comenzó a construir San Petersburgo.

España, a su turno, había pasado de ser protagonista a convertirse cada vez más en objeto de las apetencias de otros países, y Francia permanecía como su mayor enemiga. Por ello, al fallecer Carlos II en 1700, se abrió una agudísima crisis internacional: España seguía siendo una potencia muy considerable y la sucesión a su trono pesaría en el equilibrio continental. Luis XIV de Francia y el emperador Leopoldo I de Austria alegaban derechos: las madres de ambos eran princesas españolas hijas de Felipe III, y sus esposas eran a su vez hijas de Felipe IV. Si la sucesión recaía en el hijo de Luis XIV, este reinaría sobre Francia y España --esta en posición subalterna--, lo que resultaba inaceptable para Holanda e Inglaterra. Y si el sucesor era Leopoldo I o su heredero, renacería el Imperio habsburgo que el emperador Carlos V había dividido en su herencia, lo que Francia rechazaba.

A espaldas de España, unos y otros prepararon un reparto: el Borbón Felipe de Anjou, futuro Felipe V, nieto de Luis XIV, se quedaría con las posesiones españolas de Italia, que pasarían a Francia, la cual ocuparía además Guipúzcoa; y España y sus posesiones ultramarinas pasarían al archiduque habsburgo Carlos, que no estaba el primero en la línea sucesoria del Imperio. El acuerdo, que revela hasta qué punto consideraban a España un corpachón sin nervio, se vino abajo cuando la facción profrancesa de Madrid preparó a Carlos II un nuevo testamento que hacía rey a Felipe de Anjou, a condición de que renunciase a heredar también la corona de Francia: esperaban que así los dominios hispanos no se dividirían. Luis XIV se declaró protector de España y proclamó su bondadosa decisión de "restablecer la monarquía española al más alto grado de gloria que haya alcanzado jamás". Como primera medida ocupó plazas españolas en Flandes, y declaró que su nieto mantenía la opción a la corona francesa. Su claro designio de satelizar a España alarmó a sus competidores Inglaterra, Holanda y el Imperio, que declararon la guerra a Luis XIV en apoyo del habsburgo Carlos. En la alianza entrarían Dinamarca y Portugal, que ofrecía una base excelente para intervenir en la península.

La guerra, de doce años desde 1701, se extendió por Europa, Flandes, el océano y zonas de América, y en España se desdobló en guerra civil entre los partidarios de Carlos (que tomó el título de Carlos III) y los de Felipe (Felipe V). En Castilla predominaban los pro borbónicos, que creían asegurar la integridad de los territorios hispanos y resentían los saqueos de iglesias por tropas protestantes habsburguistas; en Aragón la mayoría se inclinaba por el archiduque, pensando que respetaría más los fueros. Esto ocurría sobre todo en Cataluña, cuya experiencia durante la guerra de mediados del siglo anterior había dejado un agudo sentimiento antifrancés. En cierto sentido resurgían tradiciones ya olvidadas, anteriores a los Reyes Católicos, cuando Aragón era acérrimamente hostil a Francia, mientras Castilla solía aliarse con ella. Y también se manifestaba la pérdida de autonomía de España en su conjunto.

Fue un conflicto con muchas alternativas. En 1702 la armada angloholandesa al mando del almirante Rooke acorraló en la ría de Vigo a la flota de Indias, protegida por barcos franceses, con intención de capturar el tesoro, pero éste fue desembarcado a tiempo; no obstante los buques se perdieron, hundidos por los angloholandeses o por los mismos españoles. Dos años después, Rooke intentó tomar Barcelona con una potente escuadra, pero fue rechazado. En su viaje de vuelta atacó a Gibraltar, defendida por solo unos cientos de milicianos. El lugar fue tomado en nombre del presunto rey de España, el archiduque Carlos, pero Rooke la convirtió, de modo piratesco, en posesión inglesa. Londres intervenía con idea de facilitar el desgaste de los contendientes y ganar posiciones estratégicas. Por la misma razón, y a pesar de su conducta en Irlanda, se definió como protectora de Cataluña y garante de sus fueros, pues veía en ello un factor de ulterior debilitamiento de España. Aprovechando la pugna, también se apoderó de la isla de Menorca. En Flandes y Alemania, los ingleses dispusieron de un hábil general, el duque de Marlborough, que infligió numerosas derrotas a los franceses.

El archiduque Carlos consiguió instalar una base sólida en Barcelona, y por dos veces entró en Madrid, estando muy cerca de la victoria; pero por fin ganaron los partidarios del Borbón, ya convertido en Felipe V. El archiduque, no obstante, accedió al cargo de emperador por la inesperada muerte de su hermano, el emperador José I, por lo que sus aliados, recelosos de una refundación del Imperio de Carlos V, le hicieron desentenderse del trono español. Al final, Francia estaba exhausta y llegó a un acuerdo a espaldas de Madrid: Londres reconocería a Felipe, pero se quedaría con Gibraltar y Menorca, y Felipe renunciaría al trono francés.

El acuerdo se oficializó en la Paz de Utrecht, de 1713, de la mayor repercusión histórica: como vencedores aparecían Inglaterra, el Sacro Imperio y Francia. Ante todo la primera, que quitaba a España las citadas Gibraltar y Menorca, a Francia las posesiones canadienses y una pequeña isla en las Antillas, obtenía el monopolio de la trata de negros para América hispana y otras ventajas comerciales, y se convertía en la primera potencia naval en el Atlántico y el Mediterráneo. El Sacro Imperio, a cambio de renunciar a la corona española, recibía casi todas las posesiones hispanas en Europa: el Milanesado, Nápoles, Cerdeña y el Flandes católico (Bélgica), por cuya salvaguardia tanto había peleado Madrid. Francia ganaba una baza fundamental: el establecimiento en España de una monarquía afecta y en alguna medida subordinada.

Otros resultados de la máxima repercusión ulterior fueron el reconocimiento del título de reinos a Prusia y a Saboya. Con ello, Prusia se separó del Sacro Imperio y formó el embrión de la unificación alemana que se operaría en el siglo XIX. Su primer éxito, con Federico Guillermo I fue la eliminación de la hegemonía sueca durante la Gran Guerra del Norte, que siguió paralela a la española, aunque duró hasta 1721, y en la que se enfrentaron a Suecia los alemanes, daneses, noruegos, rusos y polacos. En cuanto a Saboya, su duque se convirtió en rey de Cerdeña después de cambiarla por Sicilia, que le había tocado en el reparto. La casa de Saboya como reino de Piamonte-Cerdeña también desempeñaría un papel crucial en la unificación de Italia un siglo largo después.

Una potencia perdedora fue Holanda, cuyo "siglo de oro" empezaba a declinar: solo obtuvo una barrera de plazas fuertes contra Francia, muy costosas de mantener, y quedó reducida a potencia naval secundaria. El embajador francés se permitió burlarse con la expresión: "De vous, chez vous, sans vous": las negociaciones trataban de Holanda y se realizaban en ella (Utrecht), pero sin ella.

La gran perdedora fue, desde luego, España, que se veía reducida a potencia de segundo orden y no solo se veía despojada de sus posesiones en Europa de los enclaves de Orán y Mazalquivir, que los turcos conquistaron aprovechando la confusión bélica en la península, sino también de trozos de la misma metrópoli. La guerra continuaría aún en España, donde una parte de los catalanes resistían en nombre de su candidato a rey de España, el archiduque Carlos, que ya era emperador y se había retirado de la puja. Nadie les había informado ni contado con ellos, e Inglaterra, muy satisfecha con sus ganancias, olvidó sus promesas de ayuda. Durante nueve meses Felipe V organizó un bloqueo naval de Barcelona, muy poco efectivo, y finalmente asedió la ciudad por tierra. Los barceloneses lucharon heroicamente durante dos meses "por su rey, por su honor, por su patria y la libertad de toda España", considerando que la nueva dinastía iba a esclavizar el país. Los dirigía el general Antonio Villarroel, de origen gallego, y el alcalde Rafael Casanova, este más vacilante. En el asalto final, el 11 de septiembre de 1714, Casanova fue levemente herido y escapó vestido de fraile. A los pocos años, tras obtener el perdón regio, volvió a trabajar provechosamente como abogado, adaptándose sin problemas a la nueva situación, en la que Cataluña iba a prosperar notablemente, después de siglos de anquilosamiento.

Hasta el reinado de Carlos II se percibe en España un nivel considerable de reacción ante los retos, y auténtica brillantez artística y literaria, pese al deterioro económico y demográfico. A partir del citado rey, el descenso de España se ahonda en el terreno político y militar y se extiende a la cultura. El formidable impulso tomado por la nación desde los Reyes Católicos parecía agotarse. La recuperación económica y demográfica que se prolongará durante el siglo XVIII resultará, sin embargo, poco productiva culturalmente y no elevará al país de su posición internacional secundaria. El declive del siglo XVII pudo haber sido un bache pasajero, pero se transformó en una prolongada decadencia general hasta el último cuarto del siglo XIX.

Pío Moa
http://blogs.libertaddigital.com/presente-y-pasado

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