terça-feira, 9 de novembro de 2010

El mesianismo materialista

La modernidad no ha dado lugar a concepciones no teleológicas de la historia. Toda la historiografía occidental, desde Vico hasta Marx, apunta a una finalidad, aunque no cierre el devenir en un punto concreto, como pretende Hegel con el advenimiento del Espíritu Universal.


Hegel, naturalmente, por aquello de que el tiempo individual y el tiempo histórico jamás se corresponden, dio por supuesto que la consumación de la historia estaba próxima –error en el que cayeron casi todos los fabricantes de situaciones míticas–, y hasta creyó verla en la figura de Bonaparte: "He visto pasar el Espíritu Universal a caballo", dijo cuando vio al emperador. Y no le fue ajena la idea de que el Estado prusiano, y su encarnación en Federico Guillermo III, representase igualmente un ideal histórico, como sugiere Popper en La sociedad abierta y sus enemigos, aunque Marcuse, en Razón y revolución, haga al respecto más de una crítica atinada. Lo cierto es que Popper percibió con claridad que una concepción teleológica como la de Hegel lleva a regímenes totalitarios, administradores del futuro y, por lo tanto, del pasado.

La concepción judeocristiana de la historia es también teleológica, pero sitúa el fin de los tiempos en el advenimiento (o el retorno) del Mesías, que es, con variaciones, según chiíes y suníes, el Mahdí (los suníes lo esperan, los chiíes afirman que ya vivió, desapareció y regresará como redentor). Pero esta noción pertenece a la fe, y los historiadores y filósofos de la historia posteriores a Vico pretenden dar con un fin de la historia científicamente establecido, es decir, se proponen una teleología materialista, acercándose el conjunto más al positivismo que al marxismo (para ser precisos, el único pensador marxista en sentido pleno es Marx, ya que Federico Engels, aun en vida de su socio y amigo, publicó obras como el Anti-Dühring o El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, que son francamente positivistas). Las llamadas ciencias del hombre no han sido capaces de generar un paradigma propio y han parasitado el de las ciencias exactas y naturales –que, a su vez, ha cambiado en más de una ocasión–, en las que, desde Tales de Mileto, se acepta que el universo opera con arreglo a leyes y que éstas pueden ser conocidas mediante la observación y la experimentación. Ese traslado del paradigma, del ámbito de las ciencias exactas y naturales al de las demás zonas del conocimiento, es en esencia el positivismo. Engels, fascinado por el paralelismo aparente, llegó a decir que la historia social es un capítulo de la historia natural.

En general, los no creyentes –ateos o agnósticos– apuntan a alguna forma de utopía concreta, no necesariamente el socialismo, aun cuando éste sea la opción mayoritaria. Una utopía que es una forma de salvación, el fundamento de una vida perfecta, en paz y sin contradicciones. Consideran indiscutible –creen firmemente, aunque no crean– en la línea ascendente del progreso y sitúan en la parte más alta de esa línea un fin. Estiman que, dialécticamente, por la vía de las contradicciones, se alcanzará una síntesis definitiva. No pretenden, como Hegel, ver pasar el Espíritu Universal a caballo. Ya se encargó Marx de discutir esa noción y, como él mismo decía, "ponerla sobre sus pies" apoyando la dialéctica en lo material, lo social. Pero, mal que les pese, lo ven pasar muy a menudo, encarnado en líderes. Si Hegel lo veía en Bonaparte, los materialistas teleológicos lo han visto en Lenin, en Stalin, en Mao, en Perón, en cualquiera que les hablara de un proyecto consumador de la historia, de la realización de un objetivo totalizador y, necesariamente, totalitario.

Detalle de una estatua de Karl Marx.

No se trata de que los líderes sean mesiánicos, sino de que las masas les atribuyan esa condición. La fe es un bien humano, además de una virtud teologal. Y la humanidad la emplea bien o mal, como lo hace con el amor o con la caridad. Y sabemos que el amor o la caridad pueden ocasionar desastres, personales y generales, según los objetos en los cuales se coloquen. Si no se destina la fe a un dios, hay que colocarla en alguna otra parte. Un objeto realmente inexistente (o que existe en un lugar que no tiene lugar: ou-topos) pero al que se atribuyen ciertas condiciones que, se asuma o no el hecho, son necesariamente divinas: omnipotencia y ubicuidad. Lo que en la divinidad es mérito, en el hombre es horror: la omnipotencia y la ubicuidad, en el plano humano, se traducen como totalitarismo. Lo que ocupa el lugar de Dios es el demiurgo histórico –y, por tanto, limitado temporalmente–, el líder obscenamente poderoso, con toda su corte diabólica de espías, carceleros y otros malvados.

El carácter mesiánico no lo crea el líder. De mesías está llena la historia, desde Sabbatai Zevi hasta el Mahdí sudanés de finales del XIX, pero todos ellos se mostraban revestidos por la creencia. El líder moderno no se crea como mesías, sino que arriba a ese modelo. En incontables ocasiones la ausencia o la invisibilidad contribuyen a esa elaboración: véanse los casos del rey Sebastián, que ni siquiera podía materializarse; de Fernando VII, el Deseado, o de Perón en sus casi dos décadas de exilio. En todos los casos hay una explicación científica del fenómeno, una elaborada negación del factor místico en la historia.

No hay utopía que no encuentre una vía de realización a través de un líder, ocasionalmente abstracto, como el ya remoto Marx, pero generalmente concreto, como Lenin o Castro, encargados, por un lado, de instaurar el reino de la justicia sobre la tierra y, por otro, de aceptar la adoración. Fidel Castro es llamado popularmente el Caballo no porque se asemeje al hermoso animal, sino en alusión al compañero de Ochún en el panteón santero.

El materialismo teleológico, por definición, es mesiánico. El mero hecho de tratar de deducir leyes del relato histórico implica una preescritura del mismo que hay que desentrañar, como suele suponerse respecto de la Torá o los Evangelios. La tarea materialista de búsqueda y establecimiento de un motor de la historia, como la lucha de clases, es exegética. Y se lleva a cabo en los términos permitidos por la historia, que, como ya he dicho más de una vez en estas páginas, no es una sucesión de acontecimientos, sino únicamente un relato, probablemente revelado en muchas de sus partes. Tengo para mí que Marx murió siendo consciente de que había atendido tan sólo a la versión romántica de la historia y de que había dejado de lado porciones muy importantes de la misma. De ahí su preocupación por definir, es decir, por hacer entrar en su molde, lo que llamó modos de producción "asiático" y "antiguo", a falta de una mayor precisión.

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Horacio Vázquez-Rial

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