quarta-feira, 3 de novembro de 2010

El mito de la Tercera España

En todos los países se da este fenómeno de división interna y tendencias centrífugas, de "dos (y más) países". Es natural, dada la individuación y los particularismos presentes en toda sociedad humana. El problema surge cuando la división degenera en antagonismo.


Como decía el diario El Sol en vísperas de la reanudación de la guerra civil, en 1936 no parecía haber nada común a las dos Españas. A su vez, ninguna de las dos era homogénea, pues las profundas diferencias entre católicos, falangistas y monárquicos eran susceptibles de agravarse, y lo mismo sucedía entre anarquistas, marxistas, republicanos de izquierda y separatistas. Franco supo impedir que las divisiones internas disgregasen su bando, pero en el Frente Popular crecieron hasta provocar dos pequeñas guerras civiles internas y asesinatos constantes, aunque el PCE consiguió mantener una unidad básica –y en buena medida terrorista–.

¿Cómo se llegó a aquella situación? Cabe explicar la segunda república como el apogeo de la crisis española abierta por el "desastre del 98". En Los personajes de la república vistos por ellos mismos creo haber expuesto cómo aquella crisis no fue económica (desde ese punto de vista fue incluso beneficiosa) ni siquiera política (pues las cosas siguieron más o menos igual, para desencanto de quienes esperaban una revolución), sino ideológica y psicológica, lo que se revela muy bien en las actitudes de los políticos e ideólogos que llegarían al poder 33 años después. Fue a partir del 98 cuando las ideologías mesiánicas (anarquista, socialista, republicana, regeneracionista y separatista) fueron ocupando la plaza pública con algaradas y algarabías que solo pudo contener provisionalmente la dictadura de Primo de Rivera.

Manuel Azaña.

La república podía haber sido viable si hubiera recogido con ánimo liberal la legitimidad que le entregaba la monarquía, pero no fue así. Azaña, que pasaba por ser, y era, uno de los republicanos más moderados e inteligentes, ya empezó proponiendo un "programa de demoliciones" bajo la alianza de los republicanos de izquierda y los socialistas, quizá también los anarquistas, aunque pronto vio la imposibilidad de contar con estos últimos. Se figuraba que él y los cuatro republicanos de izquierda ejercerían de cerebro de la nueva situación, utilizando como "brazos" a los potentes sindicatos. ¿Con qué objetivo? Con uno principal: destruir la influencia de la Iglesia católica, vista por toda la izquierda como un enemigo clave (sólo en eso estaban todos de acuerdo), lejano eco de la muy tolerante consigna de Voltaire: "Écrasez l'infâme".

El enfoque del problema religioso por parte de Azaña entrañaba una mezcla de frivolidad, dogmatismo y barbarie –se pondría muy pronto de relieve con la quema de conventos, bibliotecas y escuelas–. Y la idea de utilizar como "brazos" a los partidos y sindicatos obreristas revelaba una ignorancia y un irrealismo tan catastróficos como su ilusión sobre la "inteligencia" republicana: nadie fustigó más que Azaña en sus diarios la ínfima calidad intelectual y moral de los republicanos de izquierda. De hecho, la izquierda en España no ha producido un solo pensador relevante ni un solo libro para la posteridad. Únicamente ha destacado en el terreno de la agitación y la propaganda.

Una política semejante y en aquellas circunstancias solo podía polarizar a una sociedad no mal preparada para la democracia, por su tradición liberal. Y se formaron, o más bien se exacerbaron, las dos Españas, hasta que se desembocó en la guerra civil.

Pero es preciso bajar de esta exposición general a la forma concreta que revistió. Fue la España izquierdista la que tomó la iniciativa, multiplicando las tensiones sociales con una política provocadora e imponiendo una Constitución muy defectuosa, que no dudó en pisotear cuando dejó de servir a sus objetivos extremistas. Con el Frente Popular, la legalidad dejó de existir, la propia integridad de la nación se puso en riesgo y la otra España no tuvo otra opción que rebelarse –con muy pocas posibilidades de triunfo– o dejarse aplastar.

Dicho en otras palabras: la izquierda impulsó un proceso revolucionario en cuyo curso la democracia, es decir, la posibilidad de una convivencia con libertades políticas, quedó desacreditada en los dos bandos, máxime cuando el resto de Europa parecía seguir la misma vía. Dejó prácticamente de haber demócratas en el país. Otra cosa es que algunos, pocos e impotentes, mantuviesen la idea de las libertades: a ellos se les ha llamado "la Tercera España". Pero no fueron impotentes solo porque fueran pocos, sino porque su lucidez política había sido escasa, habían caído en la palabrería fácil y con sus ilusiones habían contribuido al derrumbe social. Esa llamada Tercera España puede personalizarse en los tres padres espirituales de la república: Ortega, Marañón y Pérez de Ayala (había otros, claro, de menor enjundia). La responsabilidad de esa Tercera España la expresa Marañón de forma alusiva cuando, al maldecir la vesania de las izquierdas como causante de la guerra, añade: "Y aún es mayor mi dolor por haber sido amigo de tales escarabajos y por haber creído en ellos".

Y ya no había nada que hacer. Ellos no estaban en condiciones de frenar el proceso revolucionario, prioridad histórica absoluta en aquel tiempo, sino que fueron otros quienes asumieron los riesgos y sacrificios del reto. Por eso concluye el mismo Marañón: "Cómo poner peros, aunque los haya", a los de Franco... Pues eran estos, con todos sus defectos, quienes estaban derrotando a la revolución. El coste del derrumbe de la república sería una dictadura autoritaria –no totalitaria– y evolutiva, que no tuvo oposición democrática real, y de cuyo seno partiría la transición democratizadora.

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