quarta-feira, 3 de novembro de 2010

Los asesinos de Trotsky

El 24 de octubre de 1976, mientras me encontraba en Lisboa asistiendo al congreso del Partido Socialista portugués, Raúl Morodo me invitó a una cena informal con el veterano dirigente comunista gallego Santiago Álvarez, en un discreto restaurante del barrio viejo de la ciudad.


Recuerdo la fecha con exactitud porque ese mismo día apareció mi primer artículo en el recién fundado diario madrileño El País, y Álvarez hizo un comentario amable sobre el mismo. Lo interesante, para mí, de aquella cena fue que, por primera vez, fui testigo del reconocimiento, por parte de un comunista pro-soviético, de la responsabilidad de Stalin y del PCE en el asesinato de Trotsky. Álvarez, asimismo, identificó a Ramón Mercader como el autor material: por eso –"por motivos de seguridad"– éste no había regresado a España tras la muerte de Franco y la amnistía decretada por el gobierno de Adolfo Suárez.

La reciente lectura de las obras de Bertrand M. Patenaude (Trotsky. Downfall of a Revolutionary) y Robert Service (Trotsky. A Biography; hay versión en español) me ha hecho reflexionar sobre el célebre asesinato perpetrado en Coyoacán, Méjico, el 20 de agosto de 1940. Mercader, como ya se sabe, era sólo un asesino programado, un instrumento más de una poderosa maquinaria organizada desde el Kremlin por el entonces jefe del NKVD, Lavrenti Beria.

Hay una foto poco conocida, publicada en la obra de David King Trotsky. A Photographic Biography, en la que aparecen juntos Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y Pablo Neruda en el funeral de la esposa del primero, Frida Kahlo, celebrado en la Ciudad de Méjico en 1954. Es sabido que Siqueiros fue el líder del primer grupo de asesinos que atentó, sin éxito, contra el revolucionario bolchevique. También es de sobra conocido que Rivera fue el anfitrión que voluntariamente acogió a Trotsky en su exilio mejicano, aunque desde 1939 había roto totalmente sus relaciones con el fundador de la IV Internacional. Menos sabido es que Pablo Neruda era un agente colaborador del NKVD desde su posición como cónsul de Chile en Méjico, según se ha comprobado recientemente en ciertos documentos desclasificados del proyecto del contraespionaje anglo-americano Venona. Su papel, al parecer, consistió en dar escondite a Siqueiros y transportarlo clandestinamente a Chile después del fracaso de aquel primer intento (véase la obra de J. E. Haynes y H. Klehr Venona. Decoding Soviet Espionage in America, pp. 277 y 434).

Santiago Carrillo.

No deja de ser curioso que todos los nombrados (Mercader, Siqueiros, Neruda, Rivera) hubieran estado poco antes en España, durante la Guerra Civil. Los dos primeros colaborando de forma activa con las Brigadas Internacionales; los dos últimos, en los montajes propagandísticos frentepopulistas y en los congresos de intelectuales anti-fascistas. Pero sólo eran la punta del iceberg que se trasladó de España a Méjico para liquidar a Trotsky. El manager de toda la operación, un auténtico CEO de esta vasta organización (se ha calculado el coste de la empresa en más de 30 millones de dólares actuales), es un elusivo personaje que hasta el día de hoy permanece en la sombra: Yosif Romualdovich Grigulevich, alias Mask, Felipe, Artur y Teodoro Castro. Uno de los pocos individuos todavía vivos que le conocieron y podrían informarnos sobre él es Santiago Carrillo. Existen sospechas fundadas (véase la obra enciclopédica de Christopher Andrew y Vasili Mitrokhin The Sword and the Shield: The Mitrokhin Archive and the Secret History of the KGB, pp.-300-303, 357-358) de que pudo ser mentor y asesor del dirigente español en la matanza de Paracuellos. Por otro lado, está comprobado que fue el padrino del hijo mayor de Carrillo, cuyo nombre, precisamente, es José (a propósito del nombre: José Visarionovich, Stalin, encargará a su asesino profesional favorito, José Grigulevich, el asesinato de su rival político José Broz, Tito... pero esa es otra historia).

El papel desempeñado por Diego Rivera y Frida Kahlo sigue envuelto en una espesa nube de ambigüedades. Es cierto que fueron los anfitriones iniciales de Trotsky en Méjico (Rivera puso a su disposición su casa... y a la propia Kahlo, que sería amante casual del ilustre exiliado), pero en vísperas del asesinato rompieron relaciones, e inmediatamente después ambos se adhirieron pública e incondicionalmente al estalinismo. En el momento de su muerte, la Kahlo estaba trabajando en un retrato idealizado de Stalin. Rivera fanfarroneará (y por ello el ex trotskista español Víctor Alba le llamaría "cabronazo" en el documental de Javier Rioyo y José Luis López-Linares Asaltar los cielos) de haber atraído a Méjico al archienemigo de Stalin para controlarle y asesinarle. La foto antes mencionada, con un Rivera con aspecto de zombi escoltado por Siqueiros y Neruda, es bastante significativa. En la obra de Service se apunta la razón política de la ruptura:

Diego creía que Trotsky le estaba negando un cargo administrativo en la dirección de la Cuarta Internacional (...) Trotsky estaba convencido de que era claramente incompetente para el trabajo revolucionario.

Service dice que Trotsky interpretó la conducta de Rivera como propia del momento, "retreat of the intellectuals" –expresión que, por cierto, no es de Trotsky, sino de James Burnham, del que hablaré más adelante–, pero quizás debería haber pensado el excelente biógrafo en otra posibilidad que, a mi juicio, era evidente y plausible: un plan de Stalin y del NKVD para infiltrarse en la dirección del movimiento trotskista internacional.

León Trotski.

Las obras de Service y Patenaude nos ofrecen una explicación casi definitiva de la vida y la muerte de Lev Davidovich Bronstein, sin disimular los aspectos más sombríos e incluso siniestros del personaje. Junto a los ya mencionados, por estas páginas desfilan otros actores principales del asesinato: Stalin, Beria, Sudoplatov, Eitingon, entre los soviéticos; Caridad Mercader, Vittorio Vidali, Vittorio Codovila, George Mink, entre los internacionales, muchos de los cuales se habían curtido en nuestra guerra civil. Queda aclarado el papel del guardaespaldas de Trotsky, el joven estalinista norteamericano Robert Sheldon Harte, que tras el primer intento de asesinato sería ejecutado para silenciarle, y al que muchos trotskistas todavía veneran, equivocadamente, como mártir. Mucha más confusión se cierne sobre otro de los secretarios de LDB, el también norteamericano Joseph Hansen: si bien su anti-estalinismo es incuestionable, parece que estuvo relacionado con el FBI en calidad de informador. Tampoco está esclarecida la intervención del legendario Alexander Orlov, que, exiliado clandestinamente en Estados Unidos, intentó sin éxito alertar a Trotsky. Hay otros personajes o personajillos que al parecer también colaboraron en el asesinato, como el responsable de la Gestapo en Méjico (no olvidemos que desde 1939 existía un pacto entre Hitler y Stalin), que lucía el improbable nombre de Max Weber.

Aunque sus libros son excelentes, Service y Patenaude habrían hecho un trabajo aún mejor si hubieran tenido en cuenta algunos datos y líneas de investigación de la obra generalmente ignorada o poco citada de Harry Thayer Mahoney y Marjorie Locke Mahoney The Saga of Leon Trotsky. His Clandestine Operations and His Assassination.

Por supuesto, el asesinato material de Trotsky merece una reprobación y una condena absolutas. Pero el asesinato intelectual, perpetrado fundamentalmente por algunos intelectuales ex trotskistas o todavía trotskistas como Max Eastman, Sidney Hook, Max Schachtman y, sobre todo, James Burnham, fue un acto noble y liberador, sin duda un momento estelar y decisivo en la historia de las ideas políticas contemporáneas.

La perspectiva trotskista ortodoxa está muy bien recogida en la edición de los escritos de Trotsky In Defense of Marxism. La posición de James Burnham (1905-1987) la analiza con rigor y claridad su biógrafo Daniel Kelly en James Burnham and the Struggle for the World. A Life. Burnham se convertirá en precursor de un fenómeno político e intelectual cuyas consecuencias llegan hasta nuestros días: el neoconservadurismo norteamericano.

El resultado de esta interesante e intensa polémica centrada en cuestiones sobre la naturaleza de la URSS, el significado de la Segunda Guerra Mundial y la epistemología del marxismo fue, a mi juicio, la definitiva derrota intelectual del trotskismo (el testamento que LDT dejó escrito el 27 de febrero de 1940 es una muestra patética de un idealismo ideológico casi religioso, desconectado totalmente de la realidad histórica), aunque ahí sigue, agonizando, gracias a los esfuerzos pseudointelectuales y románticos de sucesivas generaciones de radicales. La alternativa que Trotsky presentó en términos de socialismo o barbarie ha sido definitivamente desplazada por la que enunciaron Burnham y otros para nuestro tiempo: totalitarismo o libertad.

MANUEL PASTOR, director del Departamento de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid.

http://historia.libertaddigital.com

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