domingo, 7 de novembro de 2010

La Iglesia remanente

En España ha descendido ligeramente la proporción de ciudadanos que se consideran católicos (del 80 al 72 por ciento), existe una crisis palpable de vocaciones sacerdotales y ha aumentado el número de bodas civiles, pero aún van los domingos a misa entre cinco y siete millones de personas, que son más de las que acuden al fútbol y al cine. Las cofradías y los movimientos y comunidades eclesiales tienen más miembros que militantes los partidos y sindicatos, y la llamada Iglesia social da de comer a unas ochocientas mil personas que no encuentran amparo en el presunto Estado del Bienestar. Con este panorama no se puede decir que la fe cristiana esté en peligro ni que las políticas laicistas de Zapatero hayan provocado el desistimiento de los fieles; el avance de la secularización es inferior al de otras naciones europeas y en todo caso parece consecuencia de ese relativismo general de los valores que preocupa al Papa Benedicto XVI. Entre nosotros predomina un sentido de pertenencia religiosa que Olegario González de Cardedal ha denominado «Iglesia remanente»: gente que no practica el culto pero se considera parte de un universo simbólico y moral anclado en los valores de la cultura católica.

El Papa cumplió ayer con su deber al exhortar en Santiago a una confirmación de la fe y al proclamar las raíces cristianas de la civilización europea; la razón que le asiste la demuestra el hecho de que la prodigiosa catedral ante la que habló, punto de encuentro histórico de la espiritualidad de Europa, no fue construida desde la indiferencia ni desde el agnosticismo. El teólogo Ratzinger no es un propagandista de masas ni su carisma agita a las multitudes; a su predecesor Juan Pablo II, portentoso comunicador, se le habría quedado pequeña la Plaza del Obradoiro. Pero Benedicto está empeñado en la defensa doctrinal del mensaje católico frente a la relajación relativista y nadie puede reprocharle que afirme su liderazgo espiritual en la incómoda voluntad de no resignarse al signo de los tiempos. Como hombre político que también es, aprovechó el viaje para denunciar su preocupación por la ofensiva laicista del zapaterismo. Quizá agrandó con ello la importancia de un gobernante que cada día parece más eventual, y que subrayó su distancia largándose a Afganistán para gestualizar su displicente escala de prioridades. El éxito de la ingeniería social de Zapatero es relativo, mucho menos significativo que aparente; su impulso de secularización es espumoso pero poco profundo. Casi un millón de españoles ha llamado a las puertas de la Iglesia cuando la crisis los ha dejado al borde la exclusión. En el socorro sin contrapartidas que han recibido reside la dignidad moral de una institución que, a la hora de la cruda verdad, presta con desinteresado amor al prójimo (caridad) el auxilio que no es capaz de dar un Estado tan atento al laicismo de maquillaje.

Ignacio Camacho

www.abc.es

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