sábado, 6 de novembro de 2010

Ni pórtico ni gloria

El camino de Santiago no sólo es el itinerario espiritual más importante de la historia de Europa, sino un universo de encuentro simbólico y cultural que durante siglos ha vinculado a España con las ideas, tradiciones, arte y costumbres de un continente al que de otro modo habría permanecido impermeable. No hace falta ser católico, ni siquiera religioso, para comprender la importancia y el significado de la ruta Jacobea, a cuyo año jubilar ha dado la espalda un presidente del Gobierno que por haber crecido en León debería ser consciente de la dimensión humanística, social y hasta económica de la celebración compostelana.

Esa ausencia clamorosa es bastante más grave que la cicatería de la agenda presidencial en el viaje del Papa, confeccionada con voluntad de marcar distancias y limitada a una escueta despedida en Barcelona. Se puede entender que el agnóstico Zapatero no desee hacer el paripé postizo en una misa —aunque contraste con su satisfecha presencia en alguna ceremonia musulmana—, pero ignorar de forma continuada el Año Jacobeo es un gesto de desprecio hacia uno de los símbolos de espiritualidad más notables de Occidente. Benedicto XVI, que es un intelectual de intensa formación filosófica, ha elegido el escenario de Santiago con aguda perspicacia, y cualquier gobernante con sentido histórico, por agnóstico que fuese, acudiría a encontrarse allí con el Santo Padre en un gesto de respetuoso diálogo si no religioso, sí cultural y hasta político. Con su encogimiento, el presidente español demuestra cortedad de miras y un concepto restringido de su célebre talante de apertura. La Alianza de Civilizaciones carece de sentido si empieza excluyendo a la civilización propia.

Sucede que Zapatero, además de sentir un prejuicio hemipléjico contra el hecho católico, está en los últimos tiempos dominado por el temor a la calle. La impopularidad y los abucheos le tienen cercado en un reducto de mala conciencia y sin el blindaje de la intimidad oficial no se atreve a dar la cara en actos de masas donde pueda sentirse mal recibido. Por ese apocamiento se va a perder incluso un momento escenográfico de gran valía estratégica. El hombre que fue a rezar con Obama no es capaz de sentarse un rato junto a un Papa que no le iba a hacer ningún reproche porque tiene un sagaz sentido de la política. La idea de abrazar al Apóstol le puede producir urticaria moral —como si pudiera ser el único agnóstico que lo hiciese— pero recorrer con el jefe de la Iglesia la monumentalidad compostelana no le iba a contagiar el sarampión de la púrpura y en cambio le otorgaría una cierta pátina de respeto. Salvo que tema hacer un ridículo cultural ante un Pontífice que probablemente sepa más que él de nuestra propia historia. Es él, en todo caso, el que desperdicia la oportunidad; con su balance de Gobierno no puede aspirar a que lo paseen bajo el Pórtico de la Gloria.

Ignacio Camacho

www.abc.es

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