quarta-feira, 10 de novembro de 2010

La formación de la nación española

La agónica pregunta sobre lo que sea España, que tantos torrentes de tinta ha desatado, me parece de respuesta harto sencilla, como he tratado de exponer en Nueva historia de España: con la II Guerra Púnica se inicia en la Península Ibérica (y en todo el Occidente europeo, con desigual intensidad) un amplísimo proceso cultural que llega hasta nuestros días y que es de esperar y desear continúe largo tiempo: somos los herederos y continuadores de aquel suceso clave, el más trascendental de la historia europea.


Concretamente, los españoles tenemos un idioma común proveniente del latín, un derecho basado en el romano, numerosas ideas políticas y costumbres que datan de aquella época y una religión, muy mayoritaria, transmitida por el Imperio Romano. Bajo Roma se disolvieron las diferencias anteriores entre íberos, celtas y otros peninsulares, con la excepción parcial de los vascos, que propiamente siguieron en la prehistoria más tiempo que el resto. Incluso las comunicaciones se han apoyado durante siglos, y en parte aún lo hacen, en las calzadas romanas... En otras palabras, las bases más fundamentales de nuestra cultura, el dato cultural que, sobre cualquier otro, nos define como españoles es la herencia latina.

España va conformándose por entonces como una nación o protonación cultural, inmersa en el conjunto del Imperio con características propias, no muy profundas pero notadas ya en aquellos tiempos. Basta señalar estas evidencias para descartar como embrollos innecesarios una multitud de interpretaciones, en particular la confusión de España y Al Ándalus que considera española también a esta última. Por el contrario, Al Ándalus, o Alandalús, estuvo muy cerca de acabar, precisamente, con España, transformándola en otra cultura no ya distinta, sino opuesta en casi todos los órdenes.

La caída del Imperio de Occidente y las invasiones bárbaras supusieron un golpe muy fuerte para la tradición hispanorromana, pero esta tenía ya tal asentamiento y densidad que terminó por absorber a los invasores. Los visigodos pasaron de constituir un poder extraño al país –del cual podrían haberse marchado, como hicieron en otros muchos sitios– a, con Leovigildo y Recaredo, integrarse plenamente; de ahí el reino hispano-godo, con sede en Toledo. La aportación cultural dominante del reino era la hispanorromana, y la política fue progresivamente compartida, a través del aparato episcopal y los concilios. El reino hispanogodo demostró enseguida una tenaz vocación de asentarse en toda la península, y en lo esencial lo consiguió, al contrario de la tendencia dispersiva registrada en el reino franco.

Almanzor.

España era por entonces el país más culto de Europa, después de Italia, y la impronta goda se manifestó de muchas formas influyentes en los siglos posteriores, como ya he detallado (y han detallado otros historiadores).

También deben descartarse teorías islamófilas, verdaderamente irrisorias, como he expuesto en Nueva historia de España, según las cuales el éxito de la invasión islámica habría obedecido a una supuesta inconsistencia e impopularidad del estado hispanogodo.

Pero la aportación visigoda más decisiva fue la constitución de España como nación política, es decir, como nación con un estado: la primera de Europa, en competencia con la francesa. Este hecho tuvo la máxima trascendencia, porque sin él habría sido imposible la Reconquista frente a un poder islámico abrumadoramente más fuerte durante siglos.

Aunque la falta de documentos precisos ha alimentado mil especulaciones sobre el momento en que los resistentes de Asturias se consideraron continuadores del estado hispanogodo, suponiendo una interrupción radical entre Toledo y Oviedo, no parece razonable la hipótesis de la interrupción. De ser así, la rebelión asturiana se habría parecido a otras ancestrales contra Roma, o a las incursiones de los montañeses vascones, es decir, acciones de saqueo y bandidaje en gran escala sin ningún proyecto político o cultural. Pero la rebelión de Asturias hubo de tener desde el principio otro carácter, precisamente cultural, político y religioso. De otro modo habría sobrevivido muy poco, a no ser como fuente de algaradas ocasionales.

El lamento por la "pérdida de España", expresado en la muy temprana Crónica mozárabe, correspondía sin duda a una idea extendida por el país –habría sido sorprendente lo contrario–, y el reino asturiano no sólo se consideró en un momento dado –y muy adecuadamente– ccontinuador del de Toledo, sino que tuvo que hacerlo desde el mismo comienzo.

A veces oímos la objeción de que la España visigoda no era un estado moderno. Ciertamente. Tampoco un estado futuro o ultramoderno, porque los estados que hoy conocemos evolucionarán seguramente hacia otras formas. Era el estado propio de aquel tiempo, que se extendió por casi todo el territorio peninsular, se consideraba español o hispano y mantenía todos los rasgos esenciales de lo que hemos llegado a considerar España. Sin él, el destino histórico de la península habría sido, con la mayor probabilidad, muy parecido al del Magreb. Y el nombre de España y la sociedad hispano-romano-gótica no pasarían de ser un muy lejano recuerdo, sobre el cual hurgarían arqueólogos islámicos y de otros países, que no hablarían español, como no lo hablarían en América.

Pinche aquí para acceder al blog de PÍO MOA.

Pío Moa

http://historia.libertaddigital.com

Nenhum comentário:

 
Locations of visitors to this page