sábado, 9 de janeiro de 2010

El siglo XX, año a año - 1910, el año del cometa

El cometa Halley.
A finales de abril de 1910 un fotógrafo anónimo del observatorio Yerkes de Chicago encuadró un diminuto sector del cielo nocturno, ajustó el diafragma de su cámara y apretó decidido el disparador. Después de dos milenios de atemorizar a la humanidad, por fin el cometa Halley había sido fichado.

Las fotos dieron la vuelta al mundo a través de los periódicos y de las primeras revistas ilustradas, que habían hecho su aparición con el cambio de siglo: ya no era necesario mirar al cielo a ojo desnudo, ni fiarse de la personalísima interpretación de un artista para ver el cometa. Fue el primer acontecimiento astronómico de alcance mundial; y lo fue gracias a dos revolucionarias novedades que se casaron entonces y no han vuelto a separarse: la prensa diaria y la fotografía.

La gente, que lleva la superstición en las venas, fue ver al cometa en las primeras planas de los periódicos y, animada por algunos periodistas muy fantasiosos, comenzó a inventarse unas historias increíbles, sin base científica alguna, sobre el astro, concretamente sobre su cola: despedía unos gases –se decía– que iban a contaminar la atmósfera y matar a todo bicho viviente. La fiebre apocalíptica se extendió por todo el mundo, empezando por los Estados Unidos. La venta de máscaras antigás se disparó y muchos de los que tenían sótano lo adecentaron para refugiarse mientras el Halley estuviera rondando el planeta.

Al final, tal y como advertían los científicos, no pasó nada. El Chicago Tribune, mofándose de una histeria que había contribuido decididamente a desatar, tituló a toda página: "We're still here", todavía estamos aquí, demostrando así que, en los periódicos, lo último que se pierde es la vergüenza.

Que el paso de un cometa se convirtiese en el acontecimiento del año nos sirve para constatar que el 1910 fue uno de los más tranquilos y felices del siglo XX. Compartió destino con el primera cuarto del siglo, la Belle Epoque, una era de prosperidad y progreso como no se ha vuelto a conocer. El Estado, esa lacra infame, ladrona y asesina que nos amargó el siglo pasado y lo que va de éste, se limitaba entonces a la oficina de correos y al policía de la porra. El dinero era de verdad, de oro, y las leyes pocas pero efectivas.

Las grandes ciudades europeas y americanas se hicieron entonces. Así, 1910 fue el año en que empezó a construirse la Gran Vía. En Nueva York se pusieron los cimientos del rascacielos más bonito de la ciudad, que no es el Empire State sino el Woolworth. La ciudad del Hudson hervía por aquellos años: se concluyó la Estación de Pennsylvania y el puerto recibía cientos de miles de emigrantes al año: llegaban de todas partes del mundo pero especialmente de Europa, donde por esas mismas fechas se construía, en un astillero de Belfast, el transatlántico más grande y lujoso del mundo, el Titanic.

Este fastuoso mundo se vino abajo muy poco después, cuando la Guerra Mundial rediseñó el mapamundi y dio a quienes la desencadenaron, los políticos, más poder y control sobre la gente que nunca. Luego vino otra guerra mundial, aún peor, y dictaduras mil, de todos los colores, sabores y olores. Y así hasta hoy, cien años después. Lo que Europa y el mundo han dejado en el camino tras abandonar el sistema de laissez-faire para entregarse en cuerpo y alma a la política es imposible de calibrar; tal vez nos haya supuesto medio siglo de retraso. O más.

El rey Eduardo VII, que llegó sesentón al trono y reinó apenas ocho años, no pudo ver el amargo futuro que aguardaba a la Gran Bretaña. Fumaba como un carretero, y una bronquitis se lo llevó a la tumba a los 68 años, luego de que pasara unas vacaciones en Biarritz. A la primera década del siglo XX se la conoce en Inglaterra como Periodo Eduardiano. Fue el punto culminante de la hegemonía británica. Eduardo estaba emparentado con casi todos los monarcas del continente, de ahí que le llamasen "el tío de Europa"; sin ir más lejos, la reina que entonces teníamos en España era su sobrina.

A Eduardo le sucedió su hijo Jorge V, que era un segundón que aspiraba a ser capitán de barco pero que, tras la muerte de su hermano Alberto, hubo de tomar el principado de Gales y casarse con la prometida del muerto, que ya hay que ser desdichado. Y como las desgracias nunca vienen solas, cuatro años después de ser coronado le estalló la guerra en las narices. La había provocado su primo Guillermo, emperador de Alemania, y al desventurado Alberto no le quedó otra que reconvertir su germanísimo apellido Sajonia-Coburgo en el más patriótico Windsor, que es como se siguen llamando los reyes de la pérfida Albión.

Si en Inglaterra lo único que se movía era la corona, que cambiaba de cabeza, a miles de kilómetros de allí, en México, todo se puso manga por hombro. El 20 de noviembre se disparó la primera bala de la Revolución Mexicana. Aunque luego vendrían muchas más, ésta fue la primera y la más larga: duró catorce años; a modo de compensación, México se mantendría estable y sin dar un mal disgusto al mundo durante el resto del siglo XX.

Un poco más al norte, la revolución se produjo... en las cadenas de montaje. Henry Ford, un empresario de Detroit que pretendía hacerse millonario motorizando América, consiguió vender 10.000 unidades de su Ford T, lanzado dos años antes. Fue un récord impensable sólo tres años atrás. El T se fabricaba en serie y costaba 850 dólares, tres veces menos que los automóviles de la competencia, hechos uno a uno con detallismo y parsimonia. En sólo cinco años, Ford redujo el precio a la mitad, y en 1920 el T costaba ya una cuarta parte. La empresa mantenía los márgenes y multiplicaba cada año las ventas por varios dígitos: la versión siglo XX del milagro de los panes y los peces.

Ford, que nunca creyó que el mercado pudiese saturarse de un producto tan útil y deseable como el coche, siguió fabricándolos masivamente. Y el coche acabó por ser el fetiche del siglo: sin él, el XX nunca hubiera sido el XX.

Fernando Díaz Villanueva


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