Mi primera columna del nuevo año es para las víctimas de la crueldad, mi pensamiento está hoy con las víctimas de la infamia nacionalista, moderada o radical, que ha sembrado de luto y de dolor en casi mil familias. Nunca pude entender cómo unos obispos, como Setién o Uriarte, y una colección de dos centenares de curas, podían sin que se les cayese la cara de vergüenza, sin comprender hasta que punto violaban el mensaje evangélico, colocarse al lado de los verdugos, al lado de quienes con toda justicia penaban en las cárceles, y encima arropaban a los familiares y a los políticos secesionistas, arrinconando a las víctimas al trastero del olvido.
También ha habido, por fortuna, sacerdotes justos que han elevado su voz contra tanta infamia y que hicieron posible que la fe no se nos quebrase hecha añicos. Acaba de morir uno de esos hombres justos, el jesuita Antonio Beristain, que siempre supo estar al lado de quienes debía, o sea de las víctimas y no, como esos dos obispos, ahora ya jubilados, del costado de los verdugos y de la crueldad. La labor del padre Beristain está siendo reconocida de forma general, excepto por quienes han hecho del fango y del dolor un medio de vida, es decir el nacionalismo vasco y, también, el catalán. Porque del catalán se habla menos pero es igual o peor que el vasco, más perverso incluso pues tiene una cierta influencia residual en algún pasillo vaticano.
Siempre recordaré al obispo auxiliar de Madrid y mano derecha del cardenal Rouco, tan prematuramente fallecido, Eugenio Romero, cómo elevaba la voz, ante quien fuese, por la dignidad de las víctimas. El daño que el nacionalismo vasco y catalán ha hecho a la Iglesia es enorme, aunque hombres justos, como Beristain o Romero, se hayan acabado imponiendo sobre tanta infamia. Ambos han muerto ya. Su recuerdo y ejemplo permanecerá siempre. Las víctimas necesitan amor y compasión, dignidad y justicia, no crueldad y olvido, que era la pócima medicinal que administraban Uriarte y Setién.
Jorge Trías Sagnier
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