Vaticinaba Gómez Dávila que la civilización occidental acabaría convirtiéndose en un acervo de artículos de lujo, elaborados por parásitos, para consumo de ociosos. En España ocurre, sin embargo, que los parásitos se quedan con los artículos de lujo para su disfrute, después de sangrarnos a impuestos; y a los ociosos -los parados-, que son legión, a falta de artículos de lujo, los entretienen con fiestas. Los días laborables encabronan mucho al parado, porque le recuerdan su desgracia; así que los parásitos se esfuerzan en convertir esa desgracia en ocio, atiborrando de fiestas el calendario. Los días festivos, además, tienen la ventaja de ser más igualitarios que los días laborables, porque en ellos el parado puede permitirse el lujo de creerse ocioso, como el que descansa del trabajo; y ya se sabe que lo importante en una democracia de progreso es la igualdad, como ayer nos explicaba Hermann Tertsch, a quien tal vez le patearan las costillas para que se mantuviera igualitariamente ocioso durante una temporada.
Observaba Castellani que, al tiempo que la Iglesia redujo sus fiestas de precepto, el mundo liberal empezó a multiplicar las suyas; y auguraba que no estaba lejano el día en que los 365 del año estuviesen todos ocupados por un enjambre de fiestas tan irrisorias como rimbombantes. Los gobiernos de progreso, que no adoran a Dios ni creen en la vida eterna, gustan en cambio de adorarse a sí mismos y creen en la posteridad, que es algo así como una nada eterna con boletines oficiales y manuales de Educación para la Ciudadanía. Si los Papas tienen potestad para canonizar santos, los gobiernos de progreso apellidan las calles con los nombres de sus adictos; y si los Papas tienen potestad para crear fiestas de precepto, los gobiernos del progreso se sacan del magín una caterva de fiestas civiles, a cada cual más relamida y superferolítica: pues toda idolatría (y ninguna tan frenética y pelmaza como la idolatría del Progreso) es una falsificación paródica de la religión. En su obsesión enfermiza por falsificar la religión católica, los gobiernos de progreso caen en los excesos más abracadabrantes; y a veces, incluso, meten al enemigo en casa, como le ocurrió a aquel fraile del chiste, que decía: «Todo es bueno para el convento», y llevaba una puta al hombro. Y, como ha hecho el alcalde de progreso de Logroño, colocan en el calendario la Independencia de Pakistán para desalojar la Asunción de la Virgen, a la vez que conmemoran el nacimiento de Mahoma y silencian el de Cristo. Tal vez algún día se acuerden de Santa Bárbara, cuando truene; pero para entonces ellos ya estarán disfrutando de la posteridad y nosotros de la vida eterna, si Dios quiere.
En su celo anticatólico, este calendario riojano se ha olvidado de señalar con almagre la fiesta de la vendimia; y es natural que así sea, porque el católico bebe para recordar su esperanza, como el progresista lo hace para olvidar su desesperación. Tal vez estas fiestas falsificadas sirvan para mantener entretenidos a los ociosos, o para que los parados se crean tan ociosos como el que más; pero las fiestas verdaderas no se crean por decreto. «En la fiesta -escribe de nuevo Castellani- se reunía la comunidad a comer, a recibir el Sacramento y a comulgar entre sí, es decir, a poner en común sus ideas, sentimientos e intereses bajo el fundente de una misma fe. Se encontraban entre ellos para encontrarse a sí mismos a la luz de una creencia común y trascendente. Ése es el tipo de fiesta verdadera, que se basa en una necesidad y se cumple en la recepción de un don espiritual, el cual por el hecho de recibirse aúna y unifica todas las individualidades». Los alcaldes de progreso podrán confiscar el calendario, como tienen confiscado el callejero; pero las fiestas siempre se les escaparán por la gatera del alma, que no cree en la posteridad ni adora el Progreso. Y nunca está ociosa.
Juan Manuel de Prada
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