Me refería en mi anterior entrega a ese sentimiento de patria que caracteriza a Francia. Debo ahora detenerme en otra de las claves innegables de su éxito, esa circunstancia que Napoleón definió como la «centralización». Uno de los méritos innegables de la Revolución francesa fue convertir a todos los franceses en términos legales en ciudadanos libres e iguales. Eso implicaba una igualdad de leyes para todos, una lengua nacional para todos –durante la Revolución fue común que se clavara en las puertas de los domicilios un cartel que afirmaba «en esta casa estamos orgullosos de hablar francés»– y una educación igual para todos en la que el esfuerzo resultaba esencial. Es revelador que entre las inscripciones que circundan la tumba de Napoleón en los Inválidos, se hayan conservado de manera especial las referentes a estas tres cuestiones y que se recuerde cómo el emperador insistió en que su mayor legado había sido el acabar con la maraña de normas civiles de las distintas regiones para promulgar un código que, muy pronto, copió casi todo el mundo civilizado.
Para demostrar hasta qué punto la solución francesa es adecuada bastaría con recordar que en territorio francés hay vascos y catalanes, pero ni por aproximación se han producido problemas como los que ahora amenazan con liquidar nuestro orden constitucional. Incluso los corsos –los más agresivos– no pasan de ser un grupo folclórico comparado con lo que padecemos en España por culpa de los denominados nacionalismos periféricos. Por añadidura, el Estado francés –excesivo desde no pocos puntos de vista– cuenta con recursos simplemente porque lleva a cabo una política nacional que no se ve desangrada por las regiones. A su vez, éstas prosperan porque no dilapidan ni tiempo ni recursos en «construcciones nacionales». El resultado de esa situación es verdaderamente espectacular. Los museos franceses pueden tener un contenido inferior a los españoles –desde luego, el Louvre como pinacoteca no tiene punto de comparación con el Prado– pero el cuidado, el impulso y las visitas suelen ser muy superiores porque no existe una Córcega gastándose el dinero de todos los franceses en embajadas en el extranjero ni una Bretaña derrochando recursos públicos en el cine bretón ni una Normandía con un concierto económico privilegiado.
En el terreno de la sanidad, el español siente verdaderas ganas de llorar al comparar con Francia, pero es que allí no existe el turismo sanitario ni hay diferencias de trato entre regiones. Y, por supuesto, el Código Civil es la ley de todos los franceses siquiera porque no existen esos residuos medievales resucitados por Franco a impulso de los carlistas que son las recopilaciones forales. El Estado francés se puede permitir, con izquierdas y con derechas, tener una inmensa cobertura social porque desde la Revolución captó que los regionalismos –no digamos ya los nacionalismos– son un cáncer letal para una democracia dispuesta a avanzar y lo son porque siempre anteponen miras mezquinas y aldeanas a un gran proyecto nacional. Quizá por eso Francia mantiene un imperio– hablaré de ello en mi próxima entrega– mientras que nosotros nos deslizamos peligrosamente hacia una crisis institucional provocada como siempre por la existencia de dañinas taifas defendidas por dos partidos entusiasmados de sus logros –un PSOE enloquecido y un PP que no tiene reparos en traicionar a su electorado– pero sin capacidad para frenar la codicia de los nacionalistas.
César Vidal
www.larazon.es
Ver: http://oswaldoeduardo.blogspot.com/2009/12/paris-i.html (30-12-2009)
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