quarta-feira, 6 de janeiro de 2010

Futurología, apocalipsis y ciencias fallidas

A finales de los años sesenta del pasado siglo, una serie de pensadores de distintas formaciones y nacionalidades –Herman Kahn, Anthony Wiener, Bertrand de Jouvenel, Gastón Berger y otros–, sumados en su empeño al Club de Roma, que produjo en 1972 su célebre informe sobre Los límites del crecimiento, se dispusieron a predecir el futuro.

Kahn y Wiener escribieron El año 2000, que se vendió y se leyó en todas partes, probablemente por lo que tenía de optimista: la ciencia y la tecnología iban a liberar a la humanidad del trabajo; los países en desarrollo, si atendían a unos requisitos mínimos, iban a desarrollarse y advendría una nueva edad de oro. Sólo el pesimismo neomaltusiano de Aurelio Peccei, patrón del informe de Club de Roma, anunciaba problemas en la relación alimentos-población.

El método de los futurólogos, que tuvo su centro en el Hudson Institute, fundado por Kahn y otros colegas, era sencillo en esencia: proyección de las tendencias. Yo mismo me contagié (no era difícil) cuando estudiaba sociología (felizmente, la Historia me curó) y escribí un extenso artículo proyeccionista sobre Brasil que Umberto Melotti, mentor de la izquierda italiana, publicó entusiasmado en su revista Terzo Mondo. Poseo un ejemplar, pero lo oculto porque tanta elementalidad me da bastante vergüenza. Naturalmente, en Brasil no sucedió nada de lo que yo auguraba.

El fracaso se debió sobre todo a la definición de las tendencias y a la ignorancia de algunas que resultaron finalmente relevantes. Nadie preveía (era difícil) que China emprendería la larga marcha hacia el capitalismo con la enorme masa de trabajadores semiesclavos que servían al Estado, concebido como empresa (yo llamo a aquello a lo que ese proceso dio lugar "economía de plantación industrial"). Menos aún se hablaba de la expansión del Islam, que sólo empezó a definirse como guerra abierta contra Occidente en 1974, aunque Ben Bella ya se había apartado de facto del panarabismo laico de los neofascistas árabes que tenían a Gamal Abdel Nasser como referencia, y que contaba con todo el apoyo de la extinta URSS (los rusos no se dieron cuenta del problema hasta que se vieron obligados a intervenir en Afganistán). Tampoco imaginaba nadie que el régimen soviético implosionaría como lo hizo: a decir verdad, nadie lo imaginaba así en 1980, cuando aún pululaban por el mundo de la prensa los kremlinólogos, que tenían menos idea del porvenir que Kahn y Wiener.

Todo fue más apocalíptico (en el sentido vulgar del término, de fin del mundo, no en el de revelación) de lo que creían los futurólogos de oficio. Y también mejor para el conjunto de la humanidad, que vio acabar con alivio la política de bloques, y hasta para los chinos y los indios, que, a la larga, encontrarán un camino para salir de la esclavitud y del sistema de castas.

La historia demuestra que nada va hacia donde parece que va. El Imperio Romano no cayó por obra política de sus dirigentes, sino por su inabarcable extensión y por la necesidad que en un momento dado tuvo de estabular a los esclavos, que no se podían seguir importando indefinidamente de un limes cada vez más lejano e incontrolable. El Occidente cristiano no se definió por obra política del papado, sino por la aparición del Islam con su sempiterno ánimo de conquista.

Pero la humanidad necesita profecías, sean dadas en voluminosos tratados con pretensión científica, sean obtenidas en torno a una mesa de tres patas que se mueve sola. Tras el primer fracaso de su previsión acerca del papel del proletariado, en la Comuna de 1848, Marx, que no reconsideró sus premisas, sino que, por el contrario, las asumió con más fuerza, observó: "Todas las masas de Europa han empezado a temblar". Claro que él estaba asentado en la ciencia y los otros en el espiritismo. Pero el tiempo ha sido cruel con él: mientras la tumba de Alan Kardek, en el Pere Lachaise de París, está siempre cubierta de flores, como la de Edith Piaf, la de Marx, en Highgate, se encuentra habitualmente solitaria y despojada.

He iniciado esta reflexión porque me he dado cuenta de que yo mismo incurro con frecuencia en el intento de profecía, muy a mi pesar. Proyectando la situación actual, parece evidente que el porvenir ideológico es islámico y el porvenir económico es chino. El budista Richard Gere, ciudadano corriente modélico, uomo qualunque, decía hace poco, preguntado por sus temores, que le asustaba el poder financiero de China en los Estados Unidos. La expansión islámica hasta el dominio total parece evidente si se atiende a los datos actuales (véase mi artículo "Islam 2010" en este mismo periódico). Pero soy consciente de que en absoluto cuento con todos los datos necesarios para hablar del futuro.

Mahmud Ahmadineyad.
Ciertamente, Irán, vía Chávez, hace proselitismo en Iberoamérica y consigue conversiones. Pero ¿hasta cuándo durará Chávez? Ciertamente, los capitales árabes hacen su agosto en la Argentina, pero lo mismo sucede con los capitales rusos, y desde hace mucho más tiempo (desde 1973). La Iglesia Católica es un desastre en materia de propaganda y calla demasiado acerca de los asesinatos de cristianos en Asia y África. Israel resiste, desde luego, y resistirá hasta la pacificación o la desaparición, pero yo no puedo saber en qué momento se decidirá (si es que lo hace) atacar a Irán (antes de que se convierta en potencia nuclear y arrase el territorio israelí, Santo Sepulcro incluido. ¿No ve la Iglesia el riesgo para los Santos Lugares? ¿Por qué actúa como si Jerusalem no fuera cosa nuestra?).

Tendemos a confundir nuestro tiempo personal, individual, necesariamente breve, con el tiempo histórico. Por eso las revoluciones son cosa de una generación y queda a las siguientes reparar los daños, y por eso pensamos que nuestra realidad no es transitoria. El marxismo y el positivismo, con un largo siglo de dominio en los medios académicos, nos han convencido, aunque nunca nos hayamos detenido a pensar en el asunto, de que la previsión es posible en términos científicos, de que cabe hacer la historia de modo consciente, como pretendía Lenin al decir que el Partido era la "vanguardia esclarecida y esclarecedora del proletariado", algo perfectamente opuesto a la idea de que "la historia la hacen las masas", cosa verdadera en el sentido en que lo decía el positivista Engels: las masas como suma de individuos, y la historia como vector resultante de "las fuerzas sociales". La indescifrable resultante, visto el número de vectores que la determinan y que ni siquiera son, no ya previsibles, sino simplemente visibles. Indescifrable y, por lo tanto, inexistente o inútil.

El marxismo se quiso ciencia. Como el psicoanálisis. Pero son ciencias fallidas, como lo son en general las llamadas ciencias del hombre. El paradigma asumido por el positivismo, el de las ciencias físicas, es inaplicable a la experiencia humana, que no permite experimentación ni repetición de las condiciones en que se producen los fenómenos. El paradigma físico se vino abajo con la relatividad y la cuántica. Los científicos han tenido que asumir la falsabilidad de sus afirmaciones y todas la ciencias están en permanente transformación desde hace al menos un siglo. Hay un largo camino de Newton (y no digamos de Descartes) a Einstein. Y otro aún más prolongado de Einstein al día de hoy.

¡Cuidado con las predicciones! Cualquier saber puede derrumbarse como la kremlinología.

Horacio Vázquez-Rial

http://revista.libertaddigital.com

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