Eneida, Libro I, verso 459. Después de su encuentro con Venus, envuelto en la niebla que ella le envía, Eneas entra en Cartago y contempla el templo de Juno, cuyas puertas dibujan escenas de la guerra de Troya. Su propia historia. Llorando, le dice a Ácates: «¿Hay algún lugar en la tierra que no esté lleno de nuestros esfuerzos? Mira a Príamo. Aquí los méritos tienen su recompensa; hay lágrimas en las cosas y lo mortal conmueve el alma. No temas; esta fama te traerá algún consuelo». Traducir es decir «casi» lo mismo, como sugiere Umberto Eco (Dire quasi la stessa cosa). El problema no está en la magnitud del «casi», cuánto de lejos el original, sino en identificar lo mismo. No sabemos qué quiso decir el autor o cuál de los posibles sentidos elegir. Con los clásicos, la pérdida de nexos históricos y contextuales agrava el problema; y todavía más con los clásicos latinos, por la economía y sofisticación de un lenguaje poético que apenas vislumbramos. Frecuentemente se «sobretraduce», queriendo desvelar el «sentido» auténtico del texto; como si la ambigüedad o la incertidumbre no fueran parte del poema.
Los ingleses han cultivado como nadie los clásicos y el verso blanco (Marlowe, Shakespeare, Milton). En el siglo XVII, John Dryden comprimía el lamento de Eneas despojándolo de lágrimas, mundo y Príamo: Hasta las paredes mudas cuentan la fama del guerrero y el dolor de Troya reclama la piedad de los Tirios. En el siglo XX, Robert Fitzgerald se aproxima más desde el pentámetro yámbico con que su idioma recrea la épica latina o griega: Qué región del mundo, Acates, no está llena de nuestra pena? Mira, aquí está Príamo. Incluso tan lejos el gran valor tiene el honor debido; lloran aquí por cómo el mundo va y nuestra vida, según pasa, toca sus corazones. Las traducciones españolas, pocas veces en verso, tienden a ser más literales. El núcleo del texto (sunt lacrimae rerum et mentem mortalia tangunt) lo reescribía Enrique de Villena en el siglo XV diciendo que son causa de llorar estas cosas e pungen el entendimiento de los mortales. En un digno endecasílabo, Espinosa Polit proponía: «lágrimas hay por nuestras cosas, y almas que ante la muerte y el dolor se inmutan». Sólo algunos se atreven a traducir lacrimae rerum por las lágrimas de las cosas, que parecen palabras en bruto. A veces, las lágrimas dan paso a la acción de llorar, necesariamente humana; otras, las cosas se disuelven en el mundo, escenario de las lágrimas, o desaparecen, dejándonos a solas con el llanto por la guerra.No importan tanto los detalles de la traducción como la lectura y su impronta en nuestra memoria donde las palabras sólo cubren un fragmento del bosque. Lo suficiente para entender la Eneida como una épica triste de la piedad, no ya porque Eneas se presente a su madre, a la que no reconoce, como piadoso (sum pius Aeneas), o porque exalte la piedad de Turno, que muere a sus manos; sino porque ese era el valor supremo, el fundamento de todas las virtudes, aunque la piedad romana tuviera como destinatarios privilegiados la familia, la patria, los dioses. Sólo universalizando esa compasión se entienden las lágrimas de las cosas, la recompensa por los méritos, el consuelo de la memoria. Y las muchas traducciones de la Eneida, aún imperfectas, alumbran las costas de Virgilio y orientan la mirada de sus miles de lectores a través de las épocas, faros intermitentes de la historia.
En la antigüedad la memoria era esencial. Para recitar poesía, recordar la Biblia o interiorizar las demostraciones de Euclides. Santo Tomás de Aquino podía dictar cuatro libros a la vez, intercalando citas precisas de los santos padres. Raimundo Lulio y Guillermo de Occam estudiaron el ars memorativa, para grabar las palabras a media luz en la oscuridad de la Edad Media. Los libros que no se podían volver a leer, el espacio que ganar al olvido para poder seguir recordando. Petrarca, en diálogo con San Agustín, fundía el recuerdo de la lectura con la experiencia de la vida, conectando, al modo platónico, una memoria a otra memoria, mentes encadenadas en el compromiso de un aprendizaje común. La red de quienes coleccionaban palabras, imágenes, vestigios semejantes, para hacerse más sabios. La luz interior.
Hoy, colectivamente, se ha perdido memoria. Creemos que bastan algunos millones de bits y el acceso libre a ingentes bases de datos: una memoria inerte y desorganizada. O compramos la idea de la «memoria histórica» para solidarizarnos, orgullosos del esfuerzo mnemotécnico, con la generación de nuestros mayores. Nos faltan dedos en las manos para sumar más de cien años. ¿Qué ha sido de la memoria profunda, la que nos lleva hasta los orígenes y se interroga por los pies alados de Aquiles? La memoria de los siglos que nos precedieron, de la combinación de música, astronomía y matemática; la que nos permite agrandar en nuestro interior una idea (lacrimae rerum) y exprimir cada uno de sus elementos constitutivos o probables, inaprehensibles como partes de un átomo.
La memoria de nuestra poesía. No la que se queda pegada a los dedos hojeando un libro deprisa, sino la que interiorizamos hasta vibrar con los armónicos de cada sílaba, hasta conectar las lágrimas de Virgilio con las piedras húmedas de García Lorca, materia del drama: los campos de rocas, mojados por el amanecer, donde sufren los labradores, y ese palomo, herido por un cazador misterioso, que agoniza entre los juncos sin que nadie escuche su gemido. He visto (Teatro María Guerrero, Bodas de Sangre) esas rocas lloradas, bajo los pies de la madre con sus hijos muertos por el cuchillo que penetra frío por las carnes asombradas y allí se para, en el sitio donde tiembla enmarañada la oscura raíz del grito. La tragedia de la vida, que siempre ha sido un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que no significa nada. Shakespeare. Dos mil años antes Eneas se rebelaba ante lo absurdo de la guerra y preguntaba a los Troyanos por qué le pedían paz para los muertos y las víctimas de Marte, cuando él quería conceder la paz a los vivos. Trescientos años después Faulkner repetía las palabras de Macbeth (life is a tale told by an idiot) escribiendo una de sus mejores novelas, El ruido y la furia, en la confianza de ser entendido. La oscura raíz del grito. Un tapiz de ideas reflejado en las arrugas de nuestros rostros.
Entre tanto, retengo una imagen que antes habrá sido -consuela saberlo- la imagen de algún otro lector de Virgilio: las piedras cubiertas de lágrimas, como una capa de rocío, por el dolor y la injusticia en el mundo. Más de veinte siglos nos unen. El ruido, la furia, el olvido que teje los sueños y, por detrás de su trama, deja un frágil rastro de palabras y cosas. La memoria del hombre. Un valle de lágrimas que no caminamos solos.
Antonio Hernández-Gil
www.abc.es
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