quinta-feira, 21 de janeiro de 2010

Obama, año II

La caída a lo largo de este año de la inmensa popularidad inicial del presidente está ligada por supuesto a la situación económica de EEUU, todavía difícil aunque claramente en vías de recuperación. Sin embargo, dicha pérdida de confianza ciudadana también está relacionada con la manera de hacer política del presidente y no tanto con el contenido de sus decisiones.

Barack Obama empieza en estos días su segundo año en la Casa Blanca. Deja atrás doce meses muy difíciles, en los que ha tenido que enfrentarse a una crisis económica de magnitud pavorosa y a unas expectativas desmedidas sobre su capacidad de liderazgo, que en algunos casos rozaban la idolatría. Hoy la posguerra de Irak ya no es uno de los problemas principales de EEUU, algo que casi nadie predecía en la inauguración de su mandato. A cambio, en Afganistán todos los occidentales estamos cerca de poder describir el conflicto usando la palabra fiasco con la que los británicos se refieren a su fallida intervención colonial en este territorio. ¿Es justo hacer balance a estas alturas de la presidencia Obama, cuando al menos quedan otros tres años? ¿Tiene sentido plantear ahora el importante debate de si será un presidente de una única legislatura? Como sabe cualquier aficionado a la aguda serie de televisión «El Ala Oeste», el primer mandato de un presidente en EEUU dura, en términos políticos, sólo dieciocho meses desde la inauguración. Esta es la ventana para lograr actuar como agente del cambio e invertir de modo inteligente el capital político acumulado, porque al año y medio llegan las elecciones legislativas y poco tiempo después comienza la campaña de reelección presidencial.

En el caso de Obama, el balance debe tener como punto de partida el contraste impresionante entre la esperanza despertada y las dificultades para gobernar un país en crisis. Nadie debería restar valor simbólico a la figura del primer presidente de color, que ha reinventado el sueño americano y ha sido capaz de inyectar optimismo e ilusión en el proceso político y de lograr la participación en las elecciones de muchos marginados de la cosa pública. Pero gobernar en serio y con la economía en cuidados intensivos desgasta, y más desde cotas de popularidad tan exageradas como las que obtenía hace un año.

En el haber de Barack Obama debería estar a estas alturas la reforma de la sanidad. Sin embargo, la reciente victoria del republicano Scott Brown en Massachusetts, sustituto del fallecido Ted Kennedy, ha complicado la aprobación del texto final. El loable objetivo de Obama es extender la posibilidad de cobertura sanitaria a casi treinta millones de norteamericanos, que sufren en el país más próspero del mundo y entre los que más gasta en sanidad. La Casa Blanca estimaba que en las elecciones legislativas de noviembre de 2010 habría probablemente un avance republicano, con fama de mejores gestores económicos, y que debía aprovechar cuanto antes la mayoría demócrata en las cámaras para sacar adelante el nuevo modelo de sanidad. Pero no ha pilotado a fondo este proceso legislativo. La llegada a Washington del senador Brown ha roto finalmente todos los cálculos de estrategia política de los obamitas, que sólo aspiran ahora a lograr una versión más modesta de esta reforma.

La política exterior y de seguridad de Obama no es muy distinta en sus contenidos del enfoque realista de George W. Bush en sus dos últimos años de mandato, cuando trató de corregir el rumbo. La reciente disertación de Obama en Oslo sobre la guerra y la paz es una buena muestra de esta continuidad, un discurso sin eslóganes ni simplificaciones, en el que aceptaba con sofisticación intelectual la gran complejidad de esta cuestión y defendía la guerra justa a partir de la necesidad y la moralidad. En su alocución afirmaba con clarividencia hobbesiana que los conflictos seguirían acaeciendo durante toda nuestra existencia.

No obstante, hay una diferencia fundamental entre ambos presidentes en su labor internacional: el mayor respeto de la Administración Obama a los principios del Estado de Derecho y a la protección de los Derechos Fundamentales recogidos en la Constitución americana. Desde este predicar con el ejemplo, Barack Obama ha sido capaz de desplegar en tiempo récord una fantástica campaña de relaciones públicas que ha hecho desaparecer parte del antiamericanismo en los cinco continentes. A pesar de su inexperiencia en política exterior, cuida mucho las formas, se esfuerza por escuchar y explicarse y ha aprendido mucho. Un ejemplo de esta habilidad política ha sido su participación en la fallida cumbre de Copenhague sobre cambio climático, donde al ver el panorama fue al grano, logró los acuerdos mínimos posibles y pasó página. En este terreno y en la gestión compartida de los asuntos económicos y financieros cada vez es más patente que faltan instituciones globales con mandatos claros y medios para afrontar estos retos. Finalmente, en la relación con los países europeos y la Unión, Barack Obama carece de una experiencia vital que le incline hacia nuestro continente y le haga más paciente con la dificultad de los europeos de llegar a acuerdos. Ha optado por el pragmatismo y por pedir sobre todo cooperación en la guerra contra el terrorismo.

La caída a lo largo de este año de la inmensa popularidad inicial del presidente está ligada por supuesto a la situación económica de EEUU, todavía difícil aunque claramente en vías de recuperación. Sin embargo, dicha pérdida de confianza ciudadana también está relacionada con la manera de hacer política del presidente y no tanto con el contenido de sus decisiones. Hace tiempo que Obama se ha movido al centro desde la izquierda demócrata, al ser muy consciente de que la población de EEUU se sitúa de forma mayoritaria en el centro-derecha y de que el partido demócrata debe moderarse para gobernar «it's not easy bein' blue», en frase de John Meacham. El modo de actuar de Obama es el propio de un político puro, volcado en el control del proceso, sin encasillamientos ideológicos, un actor consumado que representa su papel con naturalidad, mientras tiene muy presente las reglas del juego y los contextos y audiencias de cada momento. Pero su liderazgo se basa a estas alturas en un exceso de carisma individual, a pesar de que se ha rodeado de profesionales muy destacados y ha fomentado la meritocracia en el poder ejecutivo. Es decir, sigue siendo un líder algo enigmático y demasiado solitario, como corresponde a su condición de jugador o «risk taker», bien probada a lo largo de su interesante trayectoria vital. De este modo, tras graduarse en Harvard Law School, eligió integrarse en la comunidad afro americana de Chicago y dedicarse a la política desde lo más abajo, sin otros apoyos que los que iba consiguiendo con su capacidad de tejer redes de modo instrumental y sistemático y de seducir voluntades con cálida autenticidad.

Es cierto que Barack Obama entiende como pocos la conexión inseparable en nuestros días entre la política y el espectáculo. Por eso pone el acento en el estilo, hace de «orador en jefe» y domina con virtuosismo la táctica del contador de historias o «storytelling», la narración de ejemplos que inspiran y crean autoestima entre los ciudadanos y sustituyen a las propuestas racionales demasiado frías y detalladas. Esta extraordinaria capacidad puede ser la que hasta ahora le haya impedido «rutinizar su carisma», en expresión de Max Weber, es decir, la evolución desde un ejercicio carismático del poder a un ejercicio despersonalizado, basado en la objetivación de una serie de cualidades del líder. Por eso, durante su segundo año en la Casa Blanca el presidente Obama debe plasmar más su convicción personal en valores de gobierno, normas generales y en conductas institucionales si quiere tener opción a ser reelegido en 2012.

José María de Areilza, Decano de IE Law School

www.abc.es

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