quarta-feira, 20 de janeiro de 2010

Orar ante la tragedia de Haití

Seguimos sobrecogidos ante la gran tragedia de Haití que tanto sufre por el terremoto de tan grandes y devastadoras dimensiones. Las imágenes y las noticias que nos llegan nos estremecen y golpean nuestras conciencias, nos gritan: «¡Compasión, caridad, cercanía! ¡Venid, ayudadnos!». Su dolor y desgarro nos llaman y apelan a nuestra solidaridad más empeñativa. ¡Qué gestos tan maravillosos de respuesta a este grito están dándose por parte de la gran familia humana, de naciones, de instituciones, de personas, siempre de personas! Nos encontramos, una vez más, ante el enigma del mal que no llegamos nunca a descifrar. Nos golpea la gran tragedia que ahora padece una nación entera, tantas familias, tantos niños, tantos heridos...

Hoy no tenemos ninguna otra respuesta que la de la cruz, el silencio más activo de la cruz: ¡Jesús, Dios con los hombres, padece con ellos, por amor a ellos, no los deja en la estacada! ¡Qué menesterosos e inermes nos sentimos frente a la gran desgracia del terremoto de Haití! ¡Cuánta desolación y muerte, cuánta destrucción y sufrimiento, cuánto dolor y tristeza en las imágenes que de allí nos llegan! ¡Qué incomprensible todo! No podemos ser espectadores pasivos y satisfechos ante tanto sufrimiento y desastre. Podemos y debemos mostrar nuestra más grande y noble solidaridad, generosa, amplia y sin fisuras, con aquellos hermanos nuestros. ¡Es la hora urgente, cierto, de la verdad de nuestra caridad, que es más exigente aún que la misma solidaridad! Es la hora de hacernos enteramente cercanos con quienes tanto y tanto están sufriendo, es la hora de compartir como hermanos y de ayudarles humanamente. Pero aun siendo esto necesario, más aún, imprescindible e inaplazable, la magnitud de la ruina producida sólo Dios, Dios cercano, puede reconstruirla. Tanta desolación y muerte sólo Dios con su fuerza y su amor puede atenderlas y vencerlas; tantas heridas y lágrimas sólo Él, Padre de misericordia y Dios de toda consolación, puede consolarlas, calmarlas y curarlas.

El abandono y la soledad de los muchísimos que han quedado sin padres o sin familia, sin hogar y sin cariño de los suyos, sólo Dios puede acompañarlos. ¿De dónde vendrá el auxilio a tan grandes y tan graves desgracias? ¡El auxilio les viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra! Él está allí, sufriendo con ellos, con su infinito amor y suprema cercanía, en esa cruz de Haití. Por eso es preciso, como prueba grande y decisiva de caridad y cercanía plena, junto a todas las ayudas e inseparable de ellas, elevar ahora la plegaria llena de confianza por Haití, y clamar desde lo hondo al Señor, todopoderoso e infinito en su compasión, que tenga piedad y acoja a los que han muerto y los tenga junto a Sí, que esté al lado de los heridos, de todas las todavía innumerables víctimas y de las familias afectadas. Que ilumine su Rostro sobre ellos y que hallen en Él toda gracia, auxilio, esperanza y consuelo. Que a todos nos conceda volver a Él, esperar en Él, para amar con su mismo amor, como Él, solidario tan total con lo más hondo de los sufrimientos de los hombres, y para que los hombres vivan confiando en su misericordia que siempre es grande y fiel, inmensa. Los creyentes, como deber ineludible de caridad –que nos urge más que a nadie– no podemos dejar de orar.

Sin Dios que salva y ama no podemos hacer nada, ni siquiera amar; y orar nos empeña aún más en la caridad con el pueblo de Haití, para hacer su voluntad y reconocerle donde está: sufriendo con los que sufren.

Antonio Cañizares - Cardenal, Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

www.larazon.es

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