terça-feira, 5 de janeiro de 2010

¡Qué década!

Parece que fue ayer cuando brindábamos por la llegada del nuevo siglo, y ya hemos dejado atrás su primera década. Una década de infarto, con sorpresa tras sorpresa, la mayoría desagradables. Como en esos cuentos de Chejov en los que todo sale al revés de lo previsto por los personajes, llegamos a 2010 con un mundo totalmente distinto al que nos habíamos imaginado. Un mundo más pobre, más dividido, más peligroso. Nada de extraño que la idea latente en los balances obligatorios de estos días venga a decir: «Contra la Unión Soviética vivíamos mejor».

Terminó el siglo XX en el clima de euforia creado por la victoria del Oeste en la Guerra Fría. Llegó incluso a proclamarse «el fin de la historia», eslogan tan atractivo como falso, con el que un norteamericano de origen japonés proclamaba a todos los vientos que los dos grandes problemas de la humanidad -el político y el económico- se habían resuelto para siempre con la aceptación universal de la democracia y del mercado. La una nos garantizaba la paz eterna. El otro, el crecimiento ininterrumpido. Con lo que se acababan las guerras y la miseria. La historia iba a hacerse tan aburrida que ni siquiera merecería la pena reseñarse.

Pronto nos despertaron de ese sueño, ¡y de qué forma! El atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001, nos advirtió que habíamos hecho las cuentas de la lechera a escala universal. Podíamos haber derrotado al comunismo y ganado el pulso al gigante soviético. Pero surgía un enemigo mucho más amplio, granítico y peligroso, pues usaba nuestros aviones como misiles, haciendo inútiles nuestros sistemas defensivos. El fundamentalismo islámico nos había declarado la guerra e inflingido la primera derrota en casa.

Posiblemente el primer error fue considerar el fundamentalismo islámico como un enemigo a batir militarmente. Confundir a Saddam Hussein con Osama Bin Laden, cuando eran muy distintos. Bin Laden personifica el islamismo antioccidental. Sadam era un dictador brutal, interesado sólo en el poder, que metía en la cárcel a quien se lo disputase, clérigos incluidos. Podía derrotársele, y de hecho se hizo. Pero al precio de convertir Irak en una olla de extremistas y en un rompecabezas aún no resuelto, por lo que conviene dejar que se la rompan entre sí, antes de que nos rompan la nuestra.

Lo de Afganistán fue aún peor. Es verdad que Bin Laden lo tomó como refugio. Pero no es menos cierto que aquel país ha resistido todo tipo de invasiones. Puede ocupársele, pueden ensayarse todas las estrategias políticas y militares, pueden gastarse allí miles de millones de dólares, pero lo único cierto tras ocho años de combatir aquella guerra, es que el Oeste no la está ganando, sino más bien perdiendo.

Todo, como les decía, por confundir el fundamentalismo islámico con el comunismo y por querer aplicar al nuevo desafío la estrategia de la Guerra Fría. El comunismo, a fin de cuentas, es una invención occidental, una utopía de la filosofía idealista alemana, un producto del capitalismo inglés, al que quiere librar de sus lacras. Sus fundadores, Marx y Engels, no hicieron más que recoger la tradición platónico-judeo-cristiana, empeñada en hacer a todos los hombres iguales y establecer la República perfecta. Quiero decir que, por conocernos y coincidir en ciertas normas, la batalla era menos cruenta, y la victoria, más fácil.

El fundamentalismo islámico es completamente distinto. De entrada, como ala radical de una religión, rechaza cualquier pacto. Pero es que incluso con el islamismo en general, es muy difícil pactar. Se trata de otra civilización, no ya distinta, sino opuesta a la nuestra. Sólo a un hombre con tan poca cultura como nuestro presidente podía ocurrírsele lo de la «Alianza de Civilizaciones». Las civilizaciones son formas de vida y escalas de valores, que cuando entran en contacto chocan como galaxias, imponiéndose la más fuerte a la más débil. Ha ocurrido y ocurrirá siempre. Pueden convivir, pero siempre con una superior a la otra. Aliarse, en cambio, nunca, al ser enemigas naturales.

Hoy, el islamismo se siente amenazado donde nunca se había sentido desde las Cruzadas: en su propio terreno. El intento de Bush de «llevar la democracia a Irak» y, luego, a Afganistán, era un jaque mate al islamismo, al atentar nuestra democracia contra una serie de principios suyos, tanto en el terreno estatal, como en el familiar, como en el individual. De pasarse ambos países al «bando occidental», el islamismo empezaría a resquebrajarse. Únanse los millones de musulmanes que viven hoy en Europa y Estados Unidos, expuestos a las tentaciones que ofrece el estilo de vida occidental, y se tendrá la furiosa respuesta de sus fundamentalistas. Una respuesta en la que usan el arma de los débiles en toda confrontación con los más fuertes: el terrorismo. Contra el que Occidente no ha encontrado aún la forma eficaz de defenderse.

Por si ello fuera poco, el segundo de los pilares en que se basaban nuestras optimistas previsiones también se ha desplomado. El mercado, en vez de ser la fórmula para el enriquecimiento ininterrumpido de naciones e individuos, se convirtió en promotor de su ruina, al dejársele sin freno ni control. La crisis económica, el crash de 2008, fue producto de un mercado desbocado, que convirtió la bolsa en un casino, las entidades financieras, en vendedoras de décimos falsos de lotería, las agencias de calificación, en cómplices del engaño y los gobiernos, en espectadores de una estafa a escala global. Movido todo por la codicia humana, que no tiene límites y ciega mentes. Todo el mundo quería hacerse rico en poco tiempo, y aunque algunos lo consiguieron, la inmensa mayoría perdió proporcionalmente a su avidez. Ha sido una tremenda lección para todos, gobiernos, instituciones financieras, ciudadanos en general, que nos ha recordado algo tan viejo como que en este mundo no se atan los perros con longanizas.

¿Hemos aprendido la lección? Aunque parezca mentira, no del todo. La primera consecuencia de lo ocurrido debería de ser que el mercado necesita controles más estrictos de los que tenía. Pero incluso después del batacazo hay quien se resiste a ellos. Siendo como son imprescindibles para su buen funcionamiento.

Pues la alternativa, pasar a una economía dirigida por el Estado, es aún peor, vista la casi total ineficacia de tales experimentos. Las últimas elecciones europeas muestran que los pueblos siguen confiando más en la derecha que en la izquierda para salir de la crisis, pese a ser aquélla la culpable de la misma. Y es que si la democracia es la menos mala de los sistemas políticos, el mercado es el menos malo de los sistemas económicos. Ahora bien, que nadie se engañe: para salir del foso en que hemos caído, para absorber las enormes pérdidas acumuladas, para recuperar los niveles en que vivíamos antes del tsumani financiero, van a necesitarse bastantes años, y aún así, nada volverá a ser lo que era. Los países que hayan hecho sus deberes subirán, y los que no los han hecho retrocederán. Mucho me temo que el nuestro esté entre los segundos. Pero éste es un análisis global de la situación y de analizar sus distintas partes, perderíamos la perspectiva. Tiempo tendremos de hablar de España.

La primera y casi única conclusión que sacamos de él es que el siglo que empieza está resultando muy distinto al que habíamos imaginado. No sólo hay nuevos actores en escena. También los problemas son distintos, lo que nos obliga a buscar nuevas soluciones. Si las hay. Así que mi único deseo es que el siglo XXI no haga bueno al XX.

Para lo que tampoco debería de necesitarse demasiado.

José María Carrascal

www.abc.es

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