Uno de los héroes cruciales de mi adolescencia fue el doctor Rieux, el protagonista de «La peste» de Camus. Un hombre que se enfrentaba a la vez a la epidemia -alegoría del mal totalitario-, al silencio cómplice de sus conciudadanos, al conformismo y a la angustia, guiado por un sentimiento de intensa fe en la dignidad del ser humano. Un héroe existencialista, impregnado de una convicción rebelde y positiva capaz de superar las trazas diferenciales de la ideología, las creencias, la política o el desencanto. Un activista del humanismo que reflejaba la gallardía moral de su autor, por entonces vapuleado por la despectiva ironía sectaria de Sartre y sus colegas del mesianismo tardomarxista. Un luchador agónico que levantaba una idealista barricada de libertad basada en la suprema confianza en el valor de la persona más allá de las dudas sobre el absurdo de la existencia.
Tantos años después, exactamente a medio siglo del accidente mortal que un 4 de enero de 1960 desparramó en la carretera el manuscrito de «El primer hombre», Albert Camus continúa siendo un referente gigantesco de la cultura contemporánea, por más que el recorrido de la posmodernidad haya orillado en ambigüedades relativistas su potente mensaje de honestidad intelectual, de rectitud y de coraje. Un clásico peligroso, anota su gran biógrafo Oliver Todd. Elegante, profundo, valiente, lapidario, sincero, trágico, desgarrado en la coherencia de sus dudas tormentosas, asomado con suicida lucidez al abismo de las preguntas sobre el sentido de la vida, Camus es aún el símbolo vigente de una actitud filosófica y moral indeclinable: la del hombre que compromete su conciencia, su pensamiento y su acción en el desafío de una búsqueda. Frente al propagandista doctrinal y el proselitista militante, frente a los convencidos irrevocables y los predicadores dogmáticos, su perfil de explorador crítico emerge con la integridad de todas sus contradicciones y la humildad del sabio consciente de no conocer todas las respuestas. Fue un pensador inclasificable y una personalidad compleja, indefinible, poliédrica: comunista y anticomunista, político y antipolítico, argelino y francés, arrogante y dubitativo, solitario y seductor, individualista y solidario, generoso e introvertido, turbulento y sereno, moralista y escéptico. La clase de tipo que siempre resulta incómodo en la sociedad de las etiquetas simples, de las categorías sinópticas, de los esquemas unívocos y de las certezas prefabricadas.
Quizá por eso tiene sentido recordar hoy su ejemplo luminoso, comprometido, incluso visionario; el convencido y radical humanismo al que se aferró siempre ante la inevitabilidad del desengaño, el sufrimiento y el vacío. Su ausencia casi terminal en los huecos programas de nuestro insustancial marco educativo es quizá otra amarga, lejana metáfora del propio fracaso que se empeñó en combatir con la pasión arrebatada de un héroe mal comprendido.
Ignacio Camacho
www.abc.es
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