segunda-feira, 22 de junho de 2009

Insana anacronía

ETA nace en el punto de intersección de dos milenarismos. Caduco uno: el nacionalista. Emergente el otro: la gran marea que, tras el sesenta y ocho, iba a llevar a toda una generación europea a bordear el abismo, y a una parte excesiva de ella a ser por él tragada. Con los ojos de aquellos años, el componente nacionalista no era -no podía ser- más que anacronismo residual y un tanto cómico, llamado a ser necesariamente diluido en la apocalíptica fantasía que en aquellos años lo envolvía todo: la de una esperanza revolucionaria que muy pronto acabaría por revelarse como nueva suplencia de la providente fe en el reino de este mundo.

Pero todos nos equivocamos. Pasaron los años de la epopeya izquierdista. Demasiados, en toda Europa, dieron con su biografía en el horrible manicomio del terror; en el terror aniquilaron y se aniquilaron. Cerrado el ciclo, a final de los setenta, los más lúcidos entendieron la catástrofe que arrastra consigo toda fantasía apocalíptica. No es la primera vez que eso sucede. La tentación utópica es cicatriz incurable del inconsciente humano: deseo fallido de un mundo sobre el cual primen el sentido y la redención consumada de la especie. De un modo muy exacto, que todos los estudiosos conocen, la teoría política moderna nace, con Maquiavelo y Guicciardini, del frío constatar hasta qué punto el final de las utopías es necesariamente un incremento extremo del dolor a cuya supresión sueñan haber encaminado su proyecto. En el crepúsculo del siglo quince florentino, Savonarola soñó hacer en su ciudad eso: reino de Dios, en el cual se anticipase el cielo. Y Florencia se desmoronó en su sima más honda. Nunca más la utopía, exige Maquiavelo. La santidad, en política, medita Guicciardini, sólo construye infierno.

El milenarismo izquierdista de los años setenta se extinguió. Sabemos hoy, gracias a los prolijos archivos del Este, que, si un regusto revenido de aquello fue retornando en los ochenta, lo era sólo como apéndice de las redes de inteligencia soviéticas en los pasajes terminales de la guerra fría. Lo de Alemania fue lo más trágico, sin duda. Pero Alemania era la línea de frente en aquella guerra. El modo en que los jóvenes terroristas de la RAF de Baader y Meinhof fueron marionetas milimétricamente manejadas por los servicios secretos del Este, y el modo en que por ellos fueron entregados a sus homónimos del otro lado tras caer el muro, figura entre los ejercicios más crueles, más cínicamente crueles, de un tiempo marcado por el universal engaño.

Disponemos hoy de documentación exhaustiva: es la ventaja cuando un imperio cae y hasta los más oscuros archivos pueden ser comprados. A mí me escalofría particularmente, esa nota manuscrita por la cual Brezhnev autoriza, en abril de1974, al KGB para que integre en su estructura al FPLP palestino. No sólo porque el FPLP haya sido una de las más eficaces máquinas de asesinar en la Europa de los años setenta, sino porque el FPLP fue el puente entre terrorismo europeo y terrorismo en el Cercano Oriente. Y, en buena parte, el proveedor en armas y campos de entrenamiento para esa generación suicida que, en la vieja Europa, soñó paraíso y alumbró tinieblas. Y pereció.

Todo cuanto confluyó en el nacimiento de Eta se ha extinguido. El franquismo, por supuesto. La guerra fría. El Este. Del retórico fervor en inminentes amaneceres de luz y de hombre nuevo, queda sólo el grotesco caudillismo de Castro en Cuba. Hasta el nacionalismo mesiánico se vino abajo en el Ulster. Hoy, Eta es una rareza fuera del tiempo. ¿Qué maldición exige a esa pobre tierra vivir y morir en la anacronía?

Gabriel Albiac
Catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid

www.abc.es

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