segunda-feira, 8 de junho de 2009

Si a esto llaman Europa...

Más de la mitad de los europeos rechazó ayer el voto. Podría ser un cataclismo democrático. Si esto tuviera algo que ver con la democracia. Pero votar no define, por sí sólo, democracia alguna. ¡Si lo sabremos quienes hubimos de vivir los regulares llamamientos a las urnas «orgánicas» del franquismo! ¡Si lo sabrían aquellos siervos del imperio soviético, que eran monótonamente llamados a votar por sus tutores! No es azar que sean los países con más estirpe parlamentaria los que con mayor desdén hayan rehuido esta triste simulación de las grandes liturgias. La más vieja democracia del mundo, la Holanda con cuatro siglos de ciudadanía libre, batió su récord: más del sesenta y tres por ciento de abstencionistas. A los cuales es de justicia añadir los votos del partido que, empatado en escaños con el primero, fue segundo en número de votos, y cuya única definición específica es el rechazo de la UE.

El sueldo de un diputado europeo acaba de ser duplicado. Unos 19.000 euros (sí, más de 3 millones de las antiguas pesetas, para los, como yo, antiguos) mensuales, prebendas -muchas- aparte. Es, lo reconozco, un excelente argumento para ser europeísta. Un diputado de Estrasburgo no sirve, en rigor, para nada a nadie. Salvo a sí mismo. Su confort está resuelto. De por vida. No seré yo quien censure su entusiasmo. Corren tiempos muy duros. Convengamos que, para esos prebostes -o, más bien, ex prebostes, jubilados, voluntariamente o no, de la política activa-, la UE es una cosa extraordinaria. Está mas que justificado que ellos pidan nuestro voto. Aunque, más bien, deberían, visto como están las cosas, suplicarlo. Nada que objetar: cada cual se gana la vida con lo que sabe; y los de profesión electos, no son sabios en demasiadas cosas. Planteémonos sólo la pregunta desde el otro lado: ¿obtienen del Parlamento de Estrasburgo algún beneficio, del tipo que sea, los ciudadanos de Europa?

¿A qué se llama, para empezar, un Parlamento? En tradición democrática, digo. En esa tradición que forjó la modernidad de las más libres naciones. Poder legislativo, por supuesto. Bajo cuyo control estricto ejerce su gobierno el poder ejecutivo. ¿Potestad de control del Parlamento de Estrasburgo sobre la Comisión de Bruselas? Cero. En Bruselas, una casta directamente designada por los gobiernos europeos -hablemos en rigor: por los partidos- ejerce un poder tan impermeable, tan fuera de control, cuanto pudiera soñarlo un mandarín de la gran época. Puede que aquí, en esta tierra de escasa tradición parlamentaria, eso nos pase más o menos desapercibido. O indiferente. En tierras para las cuales el parlamento es parte de la conciencia nacional misma, tal ficción es un insulto. O, para mejor llamarla por su nombre, una fea y consentida podredumbre. Si Holanda y Francia lograron fulminar la estafa que, bajo la batuta de uno de los políticos más turbios del siglo pasado, el Giscard de los diamantes de Bokassa, fue llamada «Constitución Europea», es porque allí sí resultaba evidente hasta qué punto llamar «Constitución» a algo ajeno a división y autonomía de poderes no es sino corrupción. Corrupción del lenguaje: la que lleva a llamar Parlamento a lo que no cumple ninguna de sus condiciones. Corrupción material: porque quienes de esa mentira viven, lo hacen a costa nuestra. De la cínica hipótesis de incluir a un despotismo tan en deriva islamista como el turco dentro de la UE, mejor no hablar: demasiado deprimente.

Ahora ya está. A un político con un átomo de decencia, el bofetón abstencionista debería moverlo a retirarse a la vida privada. No lo hará ninguno. ¡Si a esto llaman Europa...!

Gabriel Albiac
Catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid

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