quarta-feira, 3 de junho de 2009

La dinastía Kim

Kim-Il-Sung sigue siendo hoy perpetuo presidente de la República Popular de Corea. Murió en 1994. Pero eso nada importa. Kim-Il-Sung no pertenece al tiempo, como los simples mortales. Un emperador no muere. Vela desde la eternidad. Y su estirpe lo prolonga. A Kim-Il-Sung lo sucedió en el mando supremo su hijo Kim-Jong-Il. El cual prepara ahora su sucesión, antes de mudarse él mismo al limbo de los sublimes. El elegido será, naturalmente, uno de sus tres hijos: Kim-Jong-Un, el más joven, parece el candidato a ser ungido.

De entre los más hilarantes recuerdos de mi vida, puede que mi preferido sea el del Congreso del centenario de Marx, organizado en París por los mayores especialistas académicos de entonces. Allí desembarcó una compacta delegación coreana. Y era todo un poema ver a las mejores cabezas de la Universidad europea huyendo, sin rubor ni disimulo, cada vez que los de Kim emergían en el horizonte. No porque sus hallazgos doctrinarios fueran un peñazo aplastante, que lo eran. Ni por descorteses, que no lo eran; muy al contrario. Lo verdaderamente duro eran sus dos objetivos estratégicos. El primero: colocar a cada congresista un lote de obras completas -incompatibles en volumen y peso con billete de avión alguno- del Camarada Presidente, quien, además de Timonel Inmenso, resultaba haber sido el inventor de una cosa a la cual creo recordar que ellos llamaban «pensamiento ju-che», aportación que daría alivio a todas nuestras ingenuas cavilaciones de veinticinco siglos. El segundo era aún más temible: invitación a viajar, bajo tutela del partido, a la tierra prometida de los muchos Kim, para apreciar, en vivo y en directo, cómo es el paraíso. El espectáculo de algún viejo y respetable profesor sorbonienese saltando sobre las sillas del anfiteatro de Vincennes o de Normale Sup para huir como alma en pena de aquellos perseverantes arcángeles tuvo momentos francamente memorables. Pero ellos no cejaban. La historia estaba de su lado.

En los años setenta y ochenta, tras la crisis que en algunos partidos comunistas europeos produjo el apisonamiento de la primavera checa por los blindados rusos, Kim-Il-Sung había tenido su momento de gloria. Financiando a los partidos que perdieron su línea de crédito oficial con los soviéticos. Fue el caso de don Santiago Carrillo. Los cimientos financieros de cuya autocracia en el PCE pasaron a nutrirse de dos focos de luz democrática: las cuentas solidarias del rumano Ceaucescu y los fondos milagrosos del coreano Kim. No sé si, como sucedió tras la liberación de París en 1944, habrá procedido el PCE a depurar su hemeroteca y sustituir las portadas de entonces por otras más acordes con los tiempos que vinieron luego. De no ser así, recomiendo a quien quiera pasarse un rato bárbaro la lectura de los ditirambos de don Santiago hacia los dos hombres providenciales que, desde Pyongyang y Bucarest, pagaban sus facturas. Supimos luego que ambos regentaban países en ruina negra: la que vimos quienes viajamos a Rumanía en los días en que cayó el Conducator. Daba igual. Había en ambos dinero para dos cosas: corromper a los dirigentes «amigos», que, hasta un par de meses antes de desmoronarse el régimen, fueron estivales huéspedes de balnearios rumanos; desarrollar carísimos programas militares, como este que lleva al segundo Kim a legar al tercero el privilegio de un país por igual con hambruna y con armas nucleares.

No morirá Kim-Jong-Il. Aunque todo parezca decir que está muriendo. Ascenderá a lo eterno. A la derecha del padre Kim, velará por el Kim nieto. Carrillo, mientras tanto, los sobrevive a todos.

Gabriel Albiac
Catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid
www.abc.es

Nenhum comentário:

 
Locations of visitors to this page