terça-feira, 2 de junho de 2009

Ni memoria ni historia

Quienes unieron memoria e historia no sabían lo que hacían o buscaban que no lo supiéramos. Se trata de dos materias completamente distintas, que sólo por casualidad coinciden, aunque la mayoría de las veces difieren e incluso se contradicen. La memoria es individual, particular, incontrastada, con tal porcentaje de subjetivismo que la inhabilita como ciencia y la acerca a la ficción. No somos parciales al juzgar los hechos que hemos vivido, y cuando alguien escribe sus memorias, no nos cuenta lo que ocurrió. Nos cuenta como él o ella lo vivió, que no es lo mismo. Cuando no trata de manipularlo para justificar una acción indigna por su parte o de resaltar inmerecidamente sus méritos. En pocas palabras: la memoria suele ser bella, pero poco de fiar.

La historia es otra cosa. Por lo pronto es, o debería de ser, objetiva, colectiva, contrastable. Se la ha llamado «maestra de la vida» -sin que hayamos aprendido demasiado de sus lecciones- y se la ha usado a menudo como arma arrojadiza contra el adversario, lo que es prostituirla. En su papel más noble, es «la recapitulación de los hechos tal como han ocurrido,» según Ranke. Tremenda labor. ¿Quién puede recapitular lo ocurrido tal como acaeció? El simple hecho de que en la inmensa mayoría de los acontecimientos haya vencedores y vencidos nos advierte que tendremos versiones distintas de los mismos, ya que no pueden haberlos visto con igual perspectiva. A «la historia la escriben los vencedores» podría añadirse «y la fabulan los vencidos». Es su justicia poética. Todo ello no obsta para que la historia esté mucho más cerca de la ciencia que la memoria, y pueda convertirse en ella cuando el historiador, como el científico, reduce su yo a la mínima expresión y se atiene a todas la fuentes disponibles, sin discriminación alguna. ¿Difícil? Sí. Pero no imposible.

En cualquier caso, memoria e historia no pueden meterse en el mismo saco a no ser con ánimo de equivocar o equivocarse. No existe una «memoria histórica» porque la memoria pertenece a los individuos y la historia, a las naciones, habiendo tantas historias como naciones y tantas memorias como individuos. Una incompatibilidad que se acentúa cuando se da a la memoria el rango principal de sustantivo, y a la historia, el secundario de adjetivo, como ocurre con nuestra Ley de Memoria histórica, lo que la inhabilita para el propósito que dice tener: cerrar definitivamente la guerra civil. Como han advertido bastantee expertos nacionales y extranjeros, tanto de izquierdas como de derechas, estamos ante una ley que abre heridas, no las cierra. La controversia que no cesa en torno a ella lo confirma.

Quiero fijarme sólo en un aspecto del debate, ya que abordar todo él llevaría un volumen y, puede, una entera biblioteca. Me refiero al argumento preferido de quienes consideran más viciosos y execrables los delitos del franquismo que los republicanos. «Durante la guerra -es su principal argumento- hubo excesos, barbaridades, crímenes por ambas partes. La misma lucha los propiciaba, y es imposible, por tanto, decir quién fue más culpable. La diferencia surge al finalizar la contienda. Cesa la lucha en los frentes, pero no los excesos franquistas, que fueron amplios, sistemáticos, dándoseles incluso apariencia de legalidad, cuando se trataba de una represión gubernamental en toda la regla. Eso es lo que los hace más condenables y delictivos que los cometidos bajo la República.»

Y eso mismo, añado yo, es lo que demuestra la falacia del argumento. Pues para hacer una comparación se necesita algo con lo qué comparar, que aquí no hay. No sabemos qué hubiera ocurrido en una posguerra republicana, por la sencilla razón de que no la hubo. Pero no creo que, de haberla habido, hubiese sido menos represiva que la España del 1 de abril de 1939 en adelante. Puede incluso que hubiera sido más, pero tampoco vamos a asegurarlo, para no caer en el mismo pecado de quienes arguyen sin bases reales en que apoyarse. Pero tenemos muestras de cómo actuaba esa República en los tiempos previos a la guerra civil, con oficiales de los cuerpos de seguridad saliendo en busca de líderes de la oposición para dejarles muertos ante las tapias de un cementerio y amenazas de muerte en el propio parlamento. Los burgueses de izquierdas que trajeron el gobierno del Frente Popular habían perdido el control de los acontecimientos «antes» de que se produjera el levantamiento, como reconocen la inmensa mayoría de ellos en sus memorias. Si esto era así en julio de 1936, ¿qué hubiera ocurrido al final de la contienda, de haberse impuesto el ejército republicano en el campo de batalla gracias a las armas soviéticas y sometido a la férrea disciplina comunista? España no hubiera sido una «república burguesa». Hubiera sido una «democracia popular» al estilo de las implantadas por Moscú en la Europa del Este al acabar la Segunda Guerra Mundial. Todos sabemos los métodos expeditos que allí se usaban, con purgas que no perdonaban a los propios camaradas «desviacionistas». ¿Por qué creen ustedes que Inglaterra y Francia se mostraron tan renuentes en ayudar al bando republicano y acabaron reconociendo a Franco? No sabemos la magnitud de la represión llamémosla republicana por mantener las formas, tras su hipotética victoria. Pero si nos fijamos en lo ocurrido en su campo durante la contienda -fusilamiento de republicanos moderados, como Melquíades Álvarez, aniquilación de elementos disidentes, como el POUM, persecución sistemática de todo el sospechoso de pensamiento conservador o religioso- no es descabellado pensar que sería bastante peor que la represión franquista. Pero, repito, no caigamos en el mismo sofisma de quienes tratan de vendernos conjeturas como realidades y dejémoslo en que sería, por lo menos, igual. El simple hecho de que ni siquiera los prohombres republicanos, como Alcalá Zamora, todo un ex presidente de la República, no se sintieran seguros en ese bando y prefirieran vivir en el extranjero durante la contienda, es la mejor prueba de las pocas garantías de seguridad que había en él, que no iban a aumentar, sino al revés, a disminuir, de haber terminado la lucha con un triunfo de sus armas. Así que ya está bien de que incluso catedráticos de Historia nos vengan una y otra vez con el argumento espurio de que los excesos republicanos se dieron sólo en el fragor de la lucha, lo que los hace comprensibles, mientras los excesos franquistas continuaron tras callar las armas, lo que los hace imperdonables. Eso es mirar con un solo ojo, utilizar sólo los datos que refuerzan los argumentos de un debate e ignorar los que no interesan. Eso es hacer política, no historia. Y, menos que nada, esa no es forma de superar la Guerra Civil. Ambas partes son igualmente condenables de excesos, y quien sólo los vea en una o intente establecer categorías entre ellos, lo que de verdad está haciendo es soplar sobre los rescoldos que aún puedan quedar de la contienda para avivarlos.

Voy a terminar con una cita de Ortega que viene al caso como anillo al dedo: «Necesitamos la historia en su integridad, no para volver a caer en ella, sino para ver de poder escapar de ella.» Justo lo contrario de lo que estamos haciendo ahora: enfangarnos en una memoria histórica que no es memoria ni es historia. Es un intento inútil de dar la vuelta a ésta, pues lo que pasó, pasó sin remedio. A no ser que lo que se busque sea la revancha. Mala consejera.

José María Carrascal
www.abc.es

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