Si hubiera que buscar rasgos característicos de los líderes políticos, muchos elegiríamos la arrogancia y la hipocresía. Seguramente la primera es común, aunque no necesariamente dominante, en la mayoría de ellos, independientemente de su presencia en cualquier otra actividad, mientras que la hipocresía es algo que define más al político o al líder social que al empresario. |
La arrogancia suele ser contraproducente cuanto más poder tiene el que toma decisiones, pues, en caso de que los resultados no se correspondan con lo planeado, las desviaciones pueden ser nefastas. Los planes quinquenales soviéticos produjeron hambrunas y matanzas, lo mismo que la Revolución Cultural china; el Reich nazi de los mil años condujo a la mayor guerra que ha sufrido la humanidad. Hoy por hoy, el proyecto bolivariano de Hugo Chávez para toda Latinoamérica hace aguas, aunque los venezolanos lo sufren en sus carnes.
Los planes deberían ser genéricos y flexibles, y los objetivos variables, en función de los medios, sobre todo si las variables son muchas e imprevisibles; pero principalmente deberían ser realistas. Podemos llegar a conseguir ciertos objetivos cuando somos conscientes de las limitaciones y los riesgos.
Si hay un escenario caótico e impredecible, ése es el de una guerra o una ocupación. Cuando, en plena Guerra Fría, el antagonismo entre bloques justificaba cualquier política de intervención, podría ser comprensible, aunque moralmente dudoso, que las grandes superpotencias se involucraran directa o indirectamente en terceros países con el argumento, no necesariamente falso, de que, de no hacerlo, terminaría en manos del enemigo. Estados Unidos tomó progresivamente Indochina cuando los franceses la abandonaron, en la década de los 50 del siglo XX, e iniciaron una de sus intervenciones más ruinosas y desastrosas.
Los planes americanos en Vietnam, Camboya y Laos eran un querer y no poder. Si de verdad estaban abocados a una intervención, deberían haber utilizado todos los medios posibles, financieros, humanos y militares, para ocupar y gobernar estos países y que no cayeran en manos de las guerrillas comunistas apoyadas por Moscú. Pero Estados Unidos simplemente mandaba a miles de soldados a una guerra que luchaba desde los cuarteles, sin ocupar el terreno, contemporizando con las élites políticas corruptas del Vietnam del Sur, mientras era objeto de la vigilancia de una prensa y una intelectualidad hostiles y con gran apoyo popular. Al final, Vietnam, además de costar muchísimo al contribuyente americano, terminó convertido en un reducto comunista.
El presidente Obama parece que quiere repetir viejos errores en Afganistán, y si bien aquello de que la historia se repite es una exageración, sí es cierto que la historia nos enseña lecciones de cómo no se debe hacer algo. Obama ha anunciado, con la arrogancia propia de quien comanda el ejército más poderoso del mundo, que va a mandar 30.000 soldados más a los desiertos afganos para controlar un país que cada vez está más descontrolado, mientras que sus aliados han prometido otros 7.000 efectivos. Los señores de la guerra y los talibanes, ocho años después, han visto que los colmillos del lobo no son tan afilados como parecía al principio y han iniciado una lenta y hasta ahora efectiva reconquista.
Entre 37.000 y 0, me quedo con lo último. Es más barato. Si nos ponemos del lado más asquerosamente utilitarista y nos olvidamos del costo, civilizar Afganistán debería ser un proceso de colonización total, una ocupación militar; habría que sustituir su entramado administrativo y gubernamental, cambiar el orden social, introducir principios éticos y morales distintos de los que actualmente rigen allí. En definitiva: habría que acometer un aparatoso plan de ingeniería social que, además de resultar tremendamente caro, podría terminar también en desastre.
Pero es que Obama, además de ser un pomposo arrogante, da la sensación de ser un hipócrita redomado. De entrada, ha puesto fecha de caducidad a su plan: 2011, un año antes de las elecciones presidenciales. Treinta y siete mil soldados no son muchos para tan magno objetivo, pero permitirían a sus enemigos prepararse durante uno o dos años para la guerra civil que seguirá a la salida de las tropas occidentales, sin tener que luchar abiertamente contra éstas por un terreno que ocuparían unos meses después. No me extrañaría que Obama se presentara en su momento ante sus electores como el pacificador de nada.
De la misma manera que los comunistas dominaron Indochina, los islamistas dominarían Afganistán y probablemente Pakistán e Irak. Lo que empezó en septiembre de 2001 como la respuesta a un horrible ataque terrorista se ha convertido en un proceso para los americanos y, en general, los occidentales de miles de millones de euros. Los planes deben ser realistas, con objetivos razonables, acordes a los medios que se tienen y flexibles, algo que en política no se contempla; no, al menos, cuando andan de por medio arrogantes e hipócritas.
© AIPE
ALBERTO ILLÁN OVIEDO, miembro del Instituto Juan de Mariana.
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