Nostalgia, morriña, deseo. Esto es lo que todos tenemos en común: los que celebramos con gusto las fiestas, los que están solos o enfermos, los que echan de menos a los seres queridos y hasta los que huyen en un avión a una playa lejana. Porque no se van sólo por el follón comercial o los compromisos pesados: se van –o nos quedamos– por ese halo, ese tufo, ese aguijón que exhala la Navidad y que recuerda el carácter inconmensurable del deseo humano, que nada consigue satisfacer ni nada consigue extirpar. Navidad es alegre, pero es también un poquito dolorosa, porque toca la llaga abierta sobre el sentido de las cosas que los hombres llevamos en el corazón.
Lo intuyó Federico Nietzsche, que escribía en 1864: «Me quedo solo, levanto mis manos al Dios desconocido. Quiero conocerte a ti, el Ignoto, que penetras mi alma hasta el fondo y como tempestad sacudes mi vida. Inaferrable y, sin embargo, semejante a mí». El hombre puede aturdirse con el trabajo o las prisas, poner música estruendosa o largarse al Caribe, pero en todas partes le espera esta pregunta que le persigue como a Caín.
El Papa Ratzinger explicaba el otro día en París que precisamente fue esta búsqueda fundamental el origen del monacato occidental y, con él, de la cultura europea. ¿Acaso hay alguien que no haya pensado alguna vez en dedicar la vida entera a buscar? ¿Y si hubiese respuesta? ¿Y si llevásemos la pregunta clavada justamente porque hubiese respuesta, del mismo modo que experimentamos la sed porque existe el agua que la sacia? Nochebuena ha susurrado la semana pasada este misterio, esta arrolladora, enloquecida, hermosa, definitiva posibilidad: que el infinito que deseamos se haya hecho cercano y cognoscible y la nostalgia pueda convertirse en paz. ¡Hermosa aventura del ser humano amado por un Dios humano!
A la luz de la Navidad, el año 2010 deja de ser «otro año más» y recobra el sabor de una oportunidad. Estupendo: enhorabuena a todos porque acaban de ser agraciados con 365 nuevos días sin escribir. Casi todo lo que va a ocurrir nos resulta todavía inimaginable.
Cristina L. Schlichting
www.larazon.es
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