Josef Stalin tardó bastante en morir tras una hemorragia cerebral, y los médicos inclinados sobre su rostro advirtieron que abría un ojo y abandonaron a la carrera la estancia, tal era el terror que inspiraba. Beria, jefe de los servicios secretos, comunicó el fallecimiento al Politburó, y alguien le replicó: «¿Pero ahora quién se lo dice?». Stalin, atracador de bancos en Georgia, adoptó su nombre del ruso «acero», pero podía llegar a ser encantador. Constancia de la Mora, esposa de Hidalgo de Cisneros, jefe de la aviación republicana, cuenta cómo el sátrapa le limpiaba el pescado en el Kremlin y se lo ofrecía a la boca, como un amante. Churchill, que también era dipsómano, narra el alcoholismo de Stalin y su colección de chistes groseros.
Sorprende que Rusia conmemore el 130 aniversario del nacimiento del dictador cuando ya hasta Stalingrado ha cambiado su nombre por el de Volgogrado. Pese al informe de Nikita Kruschev se le quiere rescatar como el héroe de la Guerra Patriótica. Cuando Adolf Hitler invadió la URSS nadie vio a Stalin, embriagado hasta las patas. Antes había asesinado al mariscal Tukachesky, jefe del Estado Mayor del Ejército Rojo, y a toda su línea de oficiales, descabezando a todas sus fuerzas armadas. Al mariscal Zukov, que le ganó la guerra a base de pérdidas salvajes, lo mandó a gobernar Siberia. Este reivindicado, con la colectivización del agro, consiguió que la Unión Soviética tuviera que importar trigo de los EE UU y carne de Argentina. Más de diez millones de personas cayeron bajo él, un analfabeto funcional sin obra parejo a su antagonista Hitler. Ahora es reinar después de morir. Como decía Charles De Gaulle la sangre seca rápido.
Martín Prieto
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