En este año 2009 se conmemoró, con toda la pompa necesaria, el vigésimo aniversario de la caída del Muro de Berlín. Evidentemente, se hacía bien en celebrar el final del totalitarismo comunista. Estamos muy lejos, aun así, de encontrarnos en una situación demasiado brillante. |
El año 2001 fue el del fin del fin de la Historia. El 11-S dejó claro que no todo el mundo aceptaba la democracia liberal y, más aún, que había quien estaba dispuesto a plantarle cara y a intentar destruirla. El año 2008 fue el del fin del sueño de la Nueva Economía, aquella en la que ya no reinaba la tiranía de los ciclos y prometía un crecimiento sostenido y estable. El año 2009 habrá sido una continuación del 2001, y en más de un sentido su culminación, como para cerrar en beauté –es un decir– la primera década del siglo XXI.
Ya no es sólo que la democracia tenga enemigos activos y poderosos; es que, en contra de la narrativa ideal heredada del idealismo romántico, existen alternativas. Hay países enteros, y muy importantes, en los que la opinión no parece a estar dispuesta al experimento democrático. Desconfía de la democracia, como ocurrió en España a mediados del siglo XX, aunque con una dimensión distinta. Ni Rusia ni China se parecen a la España acomplejada por el trabajo denigratorio de la ideología de la elite progresista, hegemónica aquí desde mediados de los años sesenta. Más poderosas y más seguras de sí mismas, ni China ni Rusia tienen la misma idea redentora y mesiánica de la democracia que tuvimos nosotros en su día. Tampoco esperan que la democracia les traiga los beneficios materiales que nos trajo a nosotros. Todo hace prever que se han instalado en regímenes autoritarios para muchos años.
En Estados Unidos también se han producido cambios políticos que pueden suscitar movimientos culturales de fondo. Barack Obama llegó a la presidencia hace un año con una gran promesa de cambio. Así como su acceso a la Casa Blanca simbolizaba el fin del conflicto racial (conviene recordar que muchos no creían posible que Estados Unidos llegara a admitir a un presidente afroamericano), vigente hasta ahí, esa euforia se trasladaba a otros proyectos que sólo la retórica partidista relacionaba con la cuestión racial. Así como no hemos visto todavía los muchos y grandes efectos –todos benéficos– que traerá el final de esta, sí hemos empezado a percibir los límites de los demás.
El hiperactivo Obama abría una presidencia imperial que negaba su naturaleza. El célebre "Yes we can" era la promesa de un cambio tanto más profundo cuanto más vago era el eslogan. Cambio en la sanidad (con un modelo de sociedad de bienestar a la europea), en la economía (con un mayor intervencionismo), en la religión (con el lento emerger del panteísmo como religión americana), en el estilo de vida (con la cuestión del cambio climático) y en la política internacional (con un nuevo papel, más humilde, de la hiperpotencia). La sociedad norteamericana, por la razón que sea (cansancio, sensación de soledad, esfuerzo excesivo...), lleva tiempo pensando su excepcionalidad de otro modo: no como una empresa militante de exportación de la democracia, sino como una invitación –en el mejor de los casos– a que quien lo desee siga el modelo que propone. Ni un paso más allá. En nombre del multilateralismo y el diálogo, ironías de la historia sin mayúscula, se ha abandonado la empresa de llevar la democracia a todo el mundo.
El cambio está siendo más difícil de lo que tal vez se había previsto. Estados Unidos tiene, por naturaleza, intereses globales, lo que le obliga a mantener una presencia internacional muy superior a la de los demás países. La propia tradición democrática norteamericana pone obstáculos a quienes (véase el ejemplo español) consideran la democracia un instrumento para introducir los cambios sociales y culturales que preconizan. La sociedad norteamericana admite mal un cambio cultural impuesto desde la Casa Blanca y la colina del Capitolio. La realidad se ha opuesto con firmeza a la ideología. Veremos cómo continúa este pulso, en el que se juega parte de nuestro futuro.
En los países europeos tal vez se esté produciendo algo parecido, aunque, como no podía ser menos, de modo muy diferente. Desde una cierta perspectiva norteamericana, las sociedades europeas, decadentes y sin voluntad, ni siquiera para defenderse, han recorrido hasta el final el camino que Estados Unidos acaba de emprender. Son sociedades dedicadas a producir cosas que nadie quiere comprar, a un precio que nadie está dispuesto a pagar, y que invierten en sistemas de bienestar insostenibles lo que no están dispuestas a poner en defensa, mucho menos en la propagación de la democracia, una propagación en la que no creen.
Siendo todo esto cierto en parte, también lo es que los países europeos no se encuentran en una fase terminal, sino más bien en otra de transición y tensiones. Hay una opinión pública mucho más viva de lo que pareció un tiempo –abierta y muy sofisticada culturalmente, dicho sea de paso–, apegada a sus tradiciones, nada deseosa de someterse a experimentos postmodernos y ultrapolíticamente correctos como ese al que los socialistas están sometiendo a la sociedad española, con menor capacidad de defenderse. Por otro, la elite intelectual y política instalada en las administraciones, los centros de producción intelectual y periodística y la burocracia europea (habría que encontrarle otro nombre a esa excrecencia) tiene cada vez más incentivos para imponer sus criterios... en nombre de la democracia, o utilizando sus mecanismos.
No está claro quién se impondrá, pero no es del todo inverosímil que si se las élites burocráticas y subvencionadas se salen con la suya, el descrédito de la democracia llegue también a los países europeos, allí donde nació un día la idea de que el gobierno por el pueblo es el que garantiza una mayor libertad y una mayor prosperidad. Bien es verdad que la postmodernidad, abrazada con tanto entusiasmo por los socialistas españoles, ha puesto también en tela de juicio el alcance de la libertad individual.
José María Marco
http://www.libertaddigital.com
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