Recordaba Chesterton que la Navidad es una guerra sin cuartel: «Las campanas que celebran el nacimiento del Niño suenan como cañonazos». Este sentido guerrero de la Navidad ha sido bobaliconamente eludido, primero por los propios cristianos, que han querido convertirla en una fiesta pánfila y merengosa, olvidando su sentido teológico más profundo; y, por supuesto, este olvido ha sido aprovechado por los falsificadores de la Navidad, que quieren a la gente cloroformizada y pacífica, náufraga en un océano de calma chicha, de sosiego tontorrón, de paz lobotomizada. «Calma», «sosiego», «paz» son las palabras que se repiten, con obstinación maniática, en los letreros luminosos que iluminan la madrileña calle de Velázquez, que son algo así como el ensalmo hipnótico que los falsificadores de la Navidad lanzan a la multitud cretinizada, mientras ellos la celebran a su manera. Y la manera en que la celebran es la misma en que la celebró Herodes.
Y es que la Navidad es una subversión del universo; y toda subversión es un trastorno de las jerarquías establecidas. Quien mejor lo entendió fue Herodes, que de repente sintió que los cimientos de su palacio se tambaleaban, removidos por el nacimiento de aquel misterioso rival que había venido a arrebatarle el cetro; y respondió a la provocación con la ira de un monarca desposeído. Pero la ira de Herodes es trasunto de la ira de otro monarca de rango superior, aquel que en el Génesis se nos había pintado bajo la figura de una serpiente. Este monarca disfrutaba de su posesión con pacífico deleite: había conseguido que la criatura predilecta de su enemigo, a la que le había sido concedido el dominio de la Creación, se manchara con los apetitos más sórdidos y despreciables, entregándose a la traición de los nobles ideales que le habían sido esculpidos en el corazón por la mano divina. Y, de repente, esa criatura envilecida por el pecado se convertía en recipiente divino. ¿Cabe concebir mayor subversión? ¡Dios reafirmaba su alianza con el hombre adoptando su figura, Dios se rebajaba a habitar en ese nido de inmundicias que la serpiente creía haber contaminado para siempre! Y, además, no lo hacía bajando en gloria y majestad del cielo, ni adoptando una forma vagamente antropomórfica, como ocurría en las mitologías paganas, sino que se gestaba en el vientre de una mujer, se amamantaba en los pechos de una mujer, se cobijaba aterido e inerme en el regazo de una mujer. La nueva alianza de Dios con el hombre, que se sella en la Cruz, se inicia en el vientre de una mujer; y el vientre de la mujer se convierte, desde entonces, en el epicentro de una guerra sin cuartel que se inicia el día de Navidad y que se mantendrá hasta el fin de los tiempos, cuando la monarquía de la antigua serpiente sea derribada de un soplo: «Pongo eterna enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya».
Cada vez que un niño es concebido, se rememora aquella nueva alianza que Dios entabló con los hombres; cada vez que un niño es concebido se tambalean los cimientos del palacio donde mora Herodes. Y la guerra que se declaró en la noche de Navidad, cuando Dios osó arrebatar a su Enemigo un territorio que éste creía conquistado para siempre, es la misma guerra que se sigue desenvolviendo ante nuestros ojos, a poco que apartemos las legañas de la «calma» y el «sosiego» y la «paz» con que los falsificadores de la Navidad pretenden entorpecer nuestra visión. Herodes sigue celebrando la Navidad combatiendo la descendencia de la mujer en su propio vientre; y se vale de leyes inicuas que reafirman su mandato. La guerra de la Navidad se sigue cobrando inocentes; y las campanas que celebran el nacimiento de Dios resuenen en la noche como cañonazos, desafiando el poder de las tinieblas.
Juan Manuel de Prada
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