Los párrocos trabucaires, los descendientes del cura Merino, los sacerdotes que han humillado durante décadas a la Cruz en beneficio de la raza, el hacha y la serpiente. La consecuencia asotanada de los obispos Setién y Uriarte. Están descontentos. No quieren a monseñor Munilla en el Obispado de San Sebastián. Y es sorprendente, por cuanto monseñor Munilla es guipuzcoano y habla el vascuence desde la niñez. Pero no se ha distinguido por su nacionalismo.
Para el nuevo obispo de San Sebastián lo primero es la Cruz que cuelga a la altura de su pecho, y la concordia, el amor, el derecho a la vida, el consuelo a los afligidos y el amparo a las víctimas del terrorismo de su tierra. Un tipo peligroso para estos sacerdotes del siglo XIX que escondieron y custodiaron armas de la ETA en las sacristías, y que siguiendo al pie de la letra las consignas de sus obispos Setién y Uriarte, establecieron la equidistancia entre el asesino y la víctima inocente.
No han sido todos, pero sí una notable mayoría. Los hay que resisten y creen más en Dios que en el nacionalismo vasco. Esos pocos que reciben con alegría a monseñor Munilla toman el relevo de los sacerdotes que han sufrido el acoso implacable del nacionalismo y de sus obispos. El padre Larrínaga, desahuciado de su parroquia vizcaína de Maruri por levantar la voz contra el terrorismo. El padre Beristain, antiguo jesuita y criminólogo, que abandonó la Compañía de Jesús para no incumplir la orden de obediencia al Obispo Setién. El jesuita navarro, padre Sagüés, el último prisionero político que ha habido en España, confinado en la Casa de Ignacio, en Loyola, por indicación de monseñor Setién. Ni podía ser visitado, ni le permitían comunicarse por teléfono, y así ha pasado los últimos años de su larga vida, vigilando el esplendor de los manzanos, perdonando a los que le hirieron y denunciando con rigor y valentía, –la causa de su prisión–, al obispo que no defendía a los que sufrían el disparo en la nuca, el secuestro o los chantajes de la ETA.
Ese Setién, que les dijo a María San Gil y María José Usandizaga, semanas después del atentado de Gregorio Ordóñez, que «dónde estaba escrito que había que querer a los hijos por igual». Ese Setién que aconsejaba a sus párrocos que no celebraran funerales por las víctimas de la ETA porque «constituían actos políticos». Ese Setién, que en pleno paseo por los jardines de Alderdi-Eder de San Sebastián, y al toparse con un grupo de donostiarras que pedían la liberación de un secuestrado por la ETA, ni los miró a la cara. Ese Setién que dijo que había que negociar con la ETA aunque siguiera asesinando. Ese Setién que desatendió y despreció a más de la mitad de su feligresía. Pastor de lobos. Como su sucesor Uriarte, más amable en el aspecto, igual de terrible en su obsesión equidistante.
Por fin ha llegado a San Sebastián un pastor del siglo XXI, que abrirá sus brazos a todos. Lo principal, Dios, que para eso está. Muy poco a poco, todo se va normalizando en nuestras Vascongadas. Pero todavía hay que limpiar, con un crucifijo por delante, la mugre que han dejado en la Iglesia vasca estos dos obispos del siglo XIX. Lo ha escrito un rapsoda epigramático: «Son los curas de Uriarte;/ son los curas de Setién./ ¡Que les den por cualquier parte!... / Que les den».
Alfonso Ussía
www.larazon.es
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