Las ciencias adelantan una barbaridad, tanto que cada poco aparecen nuevas disciplinas que dado su reciente alumbramiento se hallan todavía en mantillas. Esto parece ser lo que sucede con los estudios climáticos, en los que confluyen una gran cantidad de saberes y en los que una de las pocas cosas realmente seguras es que es mucho más lo que ignoramos que lo que conocemos con certeza. Esto afecta en primer grado a lo que se presenta como resultante principal y trascendental de todos esos esfuerzos científicos, a saber, que el planeta se calienta muy deprisa, que eso es consecuencia del aumento en la atmósfera de CO2 –dióxido o anhídrido de carbono–, un gas de efecto invernadero que atrapa la irradiación terrestre, y que ese gas es producido por el consumo humano de combustibles fósiles. Conclusión final: el aumento de las temperaturas amenaza la vida de la especie. De paso en paso, cada afirmación está menos demostrada.
Este mundo de incertidumbres tan propio de una ciencia en sus inicios, ocupándose de un tema inmensamente complejo, ha sido objeto de un gran fraude al presentarse como verdades incontrovertibles arriesgadas hipótesis que afirman el peor de los casos, consiguiendo entre profanos un gran número de dedicados creyentes y un espectacular éxito mediático, llegando a convertirse en una férrea ortodoxia del más reciente izquierdismo, que descalifica como enemigos jurados de la humanidad a quienes la ponen en duda. Los oficiantes de esa creencia han desarrollado todo un aparato de presiones para mantener en el ostracismo a los colegas académicos que presentan hechos o interpretaciones contrarias de los mismos datos.
En este ambiente superideologizado las dudas han crecido al ritmo de los conocimientos y por el momento ni siquiera podemos estar completamente seguros de que sea un hecho plenamente probado que la tierra se ha calentado a lo largo del último siglo: por un lado se han ocultado e incluso destruido datos que no encajaban en la hipótesis; por otro se discuten los complejos modelos matemáticos de los que se trata de obtener una resultante única de innumerables mediciones. El calentamiento de 0,7 grados centígrados del planeta desde comienzos del siglo XX resulta así, además de inseguro, desconcertante. ¿Cómo es posible que si las temperaturas del casquete polar caen en más de cien años de 50º bajo cero, pongamos por caso, a 49,3º, la enorme masa de hielo proceda a disolverse a velocidad acelerada? ¿Es una necedad de ignorante formular esa pregunta? La realidad es que parece que la masa de hielo no ha menguado y la población de osos polares sigue aumentando. Sea esto cierto o no, es un ejemplo expresivo de cómo se manejan los hechos reales y supuestos en la polémica, sin que consigan afectar en lo más mínimo al encastillamiento de las posiciones.
Copenhague ha servido como muestrario del gran circo mundial montado en torno a lo que no debiera ser más que el objeto de metódicas investigaciones especializadas. Ha acogido a representantes de toda la especie humana a través de sus organizaciones políticas estatales. Sólo tenía cabida la ortodoxia oficial, los disidentes fueron confinados a las tinieblas exteriores, privados, suponemos, de la contribución ofrecida por las airosas locales al éxito de la juntanza en forma de favores gratuitos.
La naturaleza del enfrentamiento entre los aceptados y rechazados queda patente en las crónicas periodísticas de los medios de una y otra tendencia. Mientras los negacionistas, escépticos y agnósticos se felicitan de que los oficialistas se hayan sobrepasado a sí mismos de tal manera que probablemente ésta sea la última representación mundial de la farsa climática, los alarmistas han llegado a considerar que la reunión supone un cambio radical en la naturaleza humana, porque con independencia de la parquedad de resultados, la especie se ha puesto de acuerdo por primera vez en la historia para cooperar en un tema que a todos concierne por igual, a reserva de ciertos aplazamientos sobre el reparto de sacrificios y su financiación.
GEES, Grupo de Estudios Estratégicos.
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