Al final ha pasado lo que muchos habíamos anunciado que iba a pasar: después de un ingente gasto de fondos públicos, los restos de Federico García Lorca no han aparecido. En el lugar donde más de un sesudo «especialista» ubicaba el cadáver de Lorca y de otras víctimas, lo único que ha aparecido es un pedrusco en el que se aprecia el impacto de un proyectil que lo mismo puede ser del siglo pasado que de la última semana. Ni la menor huella de cadáveres, de restos óseos, de un diente, de una astilla, de cartuchos. Sólo un pedrusco. Como era de esperar, la familia del malogrado poeta ha considerado –lleva considerándolo años con toda la razón– que ya está bien y que si la gente desea honrar a Lorca lo que debe hacer es leer y conocer sus obras y no andar a la búsqueda de los restos. Pero hay gente que no se resigna, que sigue insistiendo en que hay que remover y remover toneladas de tierra, y que continuará dando la brasa con la búsqueda del cadáver de Federico García Lorca como si se tratara del arca perdida.
¿Por qué ese empecinamiento? Que se rasque al que le pique, pero, personalmente, estoy convencido de que tras toda esta zarabanda lo único que se oculta apenas son turbios intereses particulares. ¿Puede esta gente querer a Lorca más entrañablemente que sus parientes? ¡Venga ya! ¿Están buscando la justicia histórica? Si así fuera clamarían por los asesinados de ambos bandos y no afirmarían «comprender» los crímenes en masa de uno de ellos. ¿Aman la Historia con todo su ser? De ser así, de entrada, utilizarían una metodología más seria que la de dar por bueno lo que cuentan los viejos del lugar. No. En todo el episodio de los restos –sin aparecer– de Lorca lo que hay es, como en no pocos asuntos de la memoria histórica, un simple afán de aprovechamiento.
Examinen los lectores el listado de organizaciones, entidades y capillitas que van a recibir dinero del contribuyente en relación con la mal llamada memoria histórica para comprender hasta qué punto todo se reduce a un nuevo método –presuntamente legitimado con la sangre de una parte de los españoles– para quedarse con fondos públicos procedentes de nuestros bolsillos.
Al final, poco en limpio sale de esto más allá del caso de esa familia del norte que ha descubierto que su antepasado no fue fusilado por Franco sino por sus camaradas del PCE; del barranco andaluz que, presuntamente, iba a ser el Paracuellos franquista y luego estaba lleno de huesos de cabras y perros; de algún catedrático de provincias que aparece ocasionalmente en los periódicos de la capital sin que por ello mejore la calidad de sus pésimos «estud ios» o el pedrusco.
Es obvio que alguno que se las prometía muy felices dando rentables conferencias sobre los huesos de Lorca y cómo aparecieron lo tendrá ahora más difícil. No me da ninguna pena. Si tanto le importa – ¡más que la familia de Lorca!– que agarre un pico y una pala y que vaya por ahí haciendo hoyos, pero que, como tantos cuentistas y charlatanes, no pretenda que los demás costeemos sus intereses personales. Que lean a Lorca si desean honrarlo y que lo dejen descansar en paz se encuentre donde se encuentre.
César Vidal
www.larazon.es
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