segunda-feira, 21 de dezembro de 2009

El sol de Albert Camus en el Panteón

No podrá ser. En estas fechas cercanas a la Navidad, parece seguro que el sol argelino que baña toda la obra literaria y filosófica del escritor no entrará en la solemne oscuridad del Panteón. Y los restos de Albert Camus, premio Nobel de Literatura en 1957, se quedarán en el pequeño cementerio provenzal de Lourmarin.

El pasado noviembre, el presidente de la república francesa, Nicolás Sarkozy, lanzaba un órdago que pensaba ganar: "Sería un símbolo extraordinario que Albert Camus entrase en el Panteón". El arrojo de Sarkozy escandaliza a la intelectualidad sentimentalmente ligada a la izquierda. El presidente juega bien en las distancias cortas y sabe que el efecto boomerang durará poco tiempo; y que, en última instancia, la polémica a favor o en contra quedará liquidada con la decisión de Catherine y Jean Camus, los hijos del escritor. Como es lógico, la íntima decisión de los hijos está por encima de la solemnidad del Estado. Una cosa más que envidiar del país vecino: el respeto por sus muertos.

La polémica se dispara entre escritores, biógrafos, periodistas y capillas político-intelectuales de Francia, y, con menos intensidad, en los ámbitos diplomáticos argelinos. El mundo intelectual engrasa su batería mediática ante el próximo 4 enero, en que se cumplirán cincuenta años de la muerte del autor de La peste.

Hace cincuenta años, sí, el coche en el que viajaba Camus junto a Michel Gallimard se estampó contra un árbol. La carretera estaba helada cerca de Sens. Regresaban a París para embarcarse en nuevos proyectos teatrales. Camus tenía tan sólo 47 años. Vivía ya en un aislamiento político, pero su capacidad intelectual era prodigiosa y versátil a la vez. Dentro de su abrigo se encontró el billete de tren que no utilizó para su regreso y un manuscrito sin terminar, que se publicaría póstumamente con un prólogo de su hija Catherine y el título de El primer hombre. Entre los folios el escritor dejaba garabateada una dedicatoria para su madre: "A ti, que jamás podrás leer este libro".

Nicolás Sarkozy.
Su madre, francesa, viuda de guerra, paupérrima, analfabeta, viaja embarazada hasta Argelia. Allí nacerá entre los más pobres Albert Camus. La escuela pública francesa en Argelia y su primer maestro abrirían al muchacho un mundo que pocos podían entrever tan brillante.

Ahora, la cuestión sórdida: ¿quién se queda con Camus? ¿A quién pertenece ese francés de Argelia que se llamó Albert Camus? Los intelectuales de izquierda sostienen que Camus es suyo, y que sería traicionar el espíritu del hombre rebelde el encerrarlo en una urna sombría bajo la cúpula que corona la antigua montaña de Santa Genoveva. "No amaba el cielo de París", esgrime su biógrafo Olivier Todd, y en eso lleva razón. Se habla de profanación obscena, de rentabilidad política por parte del gobierno de Sarkozy y de Kouchner, que querrían hacer suya la crítica antitotalitaria que impregnó la obra y la vida del difunto.

Los blogs se disparan: la derecha quiere transformarlo en un escritor de consenso. El sol y la tierra del desierto, "el polvo de piedra",como escribía en El exilio y el Reino, quedarían profanados. La cúpula del Panteón aplastaría el sentimiento de lo absurdo camusiano.

Toda apropiación intelectual me entristece. Me duele más cuando se trata de un escritor tan íntimamente torturado como lo fue Camus, precisamente por los padres ideológicos de los que ahora quieren resguardarlo del frío Panteón. Me sigue sorprendiendo, incluso más, con el paso de los años, su calma hastiada cuando describe los estragos de una historia definitiva y totalizante:

Cada generación, sin duda, se cree consagrada a rehacer el mundo. La mía sabe sin embargo que no lo rehará. Pero su tarea es quizás mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga (A. Camus, Essais, La Pléiade, Gallimard, 1965, p. 1073).

Su cabeza estaba entonces en la guerra civil entre Argelia y Francia.

La presión mediática del mes anterior, devastadoramente brutal, sobre Catherine Camus, quien expresó su zozobra y sus dudas, nos indica hasta qué punto el mundo político es universalmente antropófago. Porque, seamos claros: para la izquierda, el problema no es Camus; el obstáculo es Sarkozy.

La izquierda francesa cree legitimada la herencia afectiva y moral de Camus, de todo Camus. Y eso, evidentemente, no se sostiene. Basta tomarse la molestia de leerlo y de acercarse también a los testimonios dejados por sus amigos, como Jean Grenier (Souvenirs, Gallimard, 1968).

Paradoja de las paradojas: podríamos decir que quienes ahora ofrecen protección a su cadáver lo dejaron a la intemperie cuando él tan sólo intentaba vivir junto a ellos, pero pensando de forma diferente. Pues Camus nunca entendió de paraguas ideológicos bajo los cuales protegerse. En 1957, ya con el Nobel, no hizo la menor de las concesiones y declaró que no podía decidirse entre Argelia y Francia. La guerra civil lo destrozaba. Finalmente, optó por el silencio.

Lo absurdo nace de la confrontación. Y "como cartesiano de lo absurdo –la fórmula es de Sastre–, avanza paso a paso a partir de la certeza de la absurdidad de la existencia" (Roger Grenier, Albert Camus, soleil et ombre, Folio, 1987, p. 125).

No aceptó los actos terroristas del ejército francés, pero tampoco aplaudió los del FLN, y pagó por ello. Sus escritos sobre Argelia están recogidos en Actuelles III. Chronique algérienne. 1939-1958, NRF Gallimard, 1958; y son textos aún por descubrir, por su belleza y por sus análisis también.

Camus conocía muy bien el terreno que pisaba: muy joven descubrió entre las calles de Orán y Argel el cine, el teatro, el fútbol y el comunismo. Participó de la euforia social e ingresó en el Partido Comunista de Argelia entre 1935 y 1936, cuando la Internacional Comunista apoyaba a los primeros movimientos independentistas. Después los dejó tirados, y Camus se salió del partido para iniciar, sin saberlo, una vida de adulto, sin amparo:
Fue preciso forjarse un arte de vivir en tiempos de catástrofe, para nacer una segunda vez y luchar, después, contra el instinto de la muerte (A. Camus, Essais, La Pléiade, Gallimard, 1965, p. 1.075).
Luego vendría el pacto germano-soviético, sus polémicas filosóficas sobre el sentido de la Historia con Sartre y Merleau-Ponty. Vendría el Budapest del 56 y, por supuesto, lo más terrible para él: el inicio de la guerra de Argelia (1954).

Con la publicación de El hombre rebelde, en 1952,su heterodoxia quedaba ya sellada, y su amigo Jean Grenier lo recalcaba con fina ironía:
Su libro es hermoso, pero tiene éxito en la derecha (J. Grenier, Souvenir, p. 50).
Él mismo confiesa:
No sé si podré soportar por más tiempo este oficio ni estas pruebas solitarias (Olivier Todd, Albert Camus, una vida, Tusquets, 1997, p. 559).
No puede sorprenderme la sobriedad argumental de la propuesta institucional del presidente Sarkozy que apela a la necesidad de "trascender la política". Evitar polémicas. Albert Camus fue el signo de una inteligencia no prejuiciosa. De una sensibilidad hastiada revestida de la energía propia de los seres de salud frágil, se liberó del mundo aferrado a la verdad. Porque era una verdad sin libertad.

Lo que sí me sorprende considerablemente es esa animadversión hacia el Panteón como edificio malévolo para Albert Camus. ¿Por qué esa tirria terrible, insisto, al Panteón, que fue erigido sobre la antigua iglesia de Santa Genoveva para que fungiera de Templo republicano, laico para la gloria de lo humano frente a la idolatría: A los grandes hombres, la Patria, reconocida? ¿Qué es el Panteón sino el símbolo arquitectónico de la República Francesa? El decreto del 4 de abril de 1791 establecía:
El templo de la religión sea el de la patria, que la tumba de un gran hombre sea el altar de la libertad.
Cementerio y escritores: como subrayaba Montherlant –al que Camus leía–, los cementerios no están tan alejados de las bibliotecas. Ambos espacios son, en suma, lugares de orden donde sólo los nombres prevalecen sobre todo lo demás.Nos inclinamos sólo ante un nombre. Ante un listado de nombres, nombres de escritores muertos en las guerras mundiales, como queda constancia en el suelo del Panteón. Es ese momento sobrecogedor en el que la mirada del hombre aislado recorre una y otra vez los nombres, iniciando lo que Malraux definía como l´oraison imaginaire, la oración imaginaria.

Ya sé que es casi imposible que a estas alturas esto suceda, pero a mí, si me lo preguntan, diré que sí, que entre Camus en el Panteón. Tal vez sea por ese afán mío de no aceptar jamás la brutalidad de lo obvio. Digo que sí, que entre Camus en el Panteón, porque con él entrarían los míseros de la Cabilia y su madre analfabeta. Que entre Camus como entró Víctor Hugo aupado por más de un millón de franceses, que se agolpaban en las estrechas calles que encerraron tantas barricadas. Que entre Camus como entró el jefe de la Resistencia, Jean Moulin, torturado hasta la muerte, porque con él entró también la larga comitiva de las sombras, el ejército de las sombras, hombres y mujeres sin nombres que nunca cedieron y murieron por ello, como dijo André Malraux frente al Panteón en 1964. Que entre Camus como entró el cuerpo contaminado y clausurado en un féretro de plomo de Marie Curie, dos veces premio Nobel –y hoy la única mujer en ese templo–, porque con ella entraron las esperanzas de los desahuciados. Que entre Camus como entró Malraux, porque ambos vivieron libres en tiempos de sospecha.

Que entre El extranjero, y Calígula, y el doctor Roux de La peste, y La mujer adúltera. Y que entren los textos que escribió junto a Arthur Koestler contra la pena de muerte. Que se queden Los justos y las voces de María Casares y Gerard Philippe.

Todo, que entre todo, menos lo abominable de la política.
Vivimos en la Historia pero morimos fuera de la historia.
De momento no le han hecho caso. Mal asunto.

Carmen Grimau
http://exteriores.libertaddigital.com

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