Primero fue la convergencia democrática, después la crispación política y ahora la crisis económica. Parece como si nos hubiéramos estancado en esta letra del abecedario y todo el empeño se redujera a buscar la palabrita mágica que señalara el problema, pensando que con ello está poco menos que solucionado el conflicto. Como si la aceptación de un estado de crisis lo explicara todo y en el que nada ya se puede hacer. Algo así como un tremendo e implacable tsunami que no deja títere con cabeza. La crisis, en principio, se considera como una situación de dificultad, pero transitoria y no como algo crónico de lo que es imposible salir. Resultan un tanto cansinos y matraca irresistible todos esos discursos apocalípticos que vociferan acerca de la crisis de la familia como algo irremediable y casi anuncio laicista de la desaparición de la institución familiar.
Una cosa es que se hayan tirado por la borda valores y principios, responsabilidades y moralidad, y otra que la nave no continúe su singladura. Lo peor que podía ocurrir es que la crisis dejara unas amargas secuelas de derrotismo. Hay que estar bien atentos y preparados para defenderse de esa reiterada campaña que pone en solfa cuanto hace referencia a la familia y a lo religioso. Parece como si la crisis económica y financiera dependiera del crucifijo, y que arrancándolo de cuajo, más que de las paredes, del corazón de las personas, se hubiere solucionado el problema. Que dejando «barra libre» para el consumismo abortista, ya se habrían metido en cintura los problemas del paro, de la inseguridad y de las situaciones de miseria por las que atraviesan muchos de nuestros conciudadanos.
Entre los afanes secularistas de un laicismo desaforado figura el cambio de denominación de las fiestas más arraigadas en nuestra cultura. La Semana Santa pasaría a llamarse fiesta de primavera. Y la Navidad, de invierno. ¿Qué dice la familia de todo eso? Se trata de unas fiestas esencialmente familiares, incluso para los que quieren desvestirlas de cualquier ropaje religioso. No se le ha consultado. Pero la familia sigue adelante, aunque tenga que debatirse entre el oleaje ambiental y las bofetadas que llegan de tormentas de las que no acabamos de saber el origen. ¿A quién molesta la familia? ¿De dónde viene toda esa avalancha de acosos a la familia? ¿Qué intereses son los que hay detrás de esa ridiculización permanente de la familia y de los valores más esenciales que la sostienen? ¿Por qué los modelos que se nos presentan no son más que un remedo grotesco en el que es imposible reconocer una familia medidamente aceptable?
Aparte de todos aquellos que figuran recogidos en nuestras leyes, hay unos derechos no suficientemente sancionados en una legislación adecuada y positiva. Uno de esos derechos es el de que la familia pueda gozar de una natural y necesaria estabilidad. Basta cualquier vientecillo caprichoso para dar un empujón a la casa y que se desmorone todo lo que con tanto amor y no poco sacrificio se ha construido. En lugar de ayudar a fortalecer cimientos, se dan facilidades para el derrumbe. Las consecuencias, tan negativas como inimaginables. El llamado divorcio express es uno de esos nefastos ejemplos. Se necesitan garantías de estabilidad. Igual que se habla del médico de familia, no estaría mal crear la figura del valedor especial de la familia, que no sólo la defendiera de todos los intentos de acoso y derribo, sino que emprendiera una verdadera campaña de valoración de la familia.
Artilugio frecuentemente utilizado para imponer leyes y normas, no siempre queridas por la mayoría, es el de la inexistente demanda social, con toda una mercadería en la que se canjean apoyos recíprocos y pactos de consenso a favor, más que del bien común de la sociedad, de los intereses de partido. Por si acaso no sale adelante la ley, siempre habrá el recurso a la disciplina de voto y la anulación consiguiente de la libertad de conciencia.
La familia debe tener asegurado el derecho democrático de la demanda social. Pero suele ocurrir completamente al revés, que la familia queda excluida y marginada en tantas cuestiones en las que es la primera y más afectada. Pongan ustedes aquí todo lo que se refiere a la educación para la ciudadanía y a la libertad de elección de centro y tipo de enseñanza.
Dentro de poco tiempo, en la papelera de términos a eliminar, o al menos no utilizables por estar ajados y haber caído en descrédito, encontraremos los de innovación, sostenible, progreso... Y algunos otros que están en la mente de todos. Lo nuevo, bienvenido sea, no es invención y sorpresa, sino lógica y consecuencia de un trabajo bien realizado y que produce unos elementos nuevos que vendrá muy bien tenerlos en cuenta para seguir avanzando. Otra cosa es la innovación caprichosa y casi con el único afán de ser los primeros en todo, como si se tratara de una alocada y absurda carrera de competitividad y ser los primeros, los únicos, los irrepetibles.
Nos gustaría ser los primeros en la defensa de la vida humana desde la concepción hasta la muerte, los más empeñados en garantizar la libertad de conciencia (derecho a la objeción). Los que más garantizan el derecho de los padres en todo lo que se refiere a la educación de sus hijos. Quienes más atención les prestan a las clases desfavorecidas, los que más apoyos ofrecen en situaciones de dificultad e indigencia, los que garantizan la mayor seguridad ciudadana, la estabilidad en el empleo, las prestaciones sociales en caso de no tener trabajo. Los primeros en defender la libertad religiosa y el derecho de la expresión pública de los propios convencimientos sin ser molestado por ello.
Es decir, competitivos en la valoración y cuidado de la persona, en atención a los más desvalidos, en la acción social en favor de los sectores excluidos. Solidarios, justos y caritativos. Los de mayor éxito escolar, los primeros en estudio e investigación. Los más demócratas y abiertos al pluralismo y derecho de las minorías. Respetuosos con las creencias e ideales de los demás. Deseamos ser los últimos, y no salir nunca de ese puesto, en todo lo que signifique injusticia, exclusión, persecución y acoso a quienes creen y viven de una manera distinta.
Que se estudie y se investigue sobre la familia, acerca de sus valores y estabilidad, de su función social y educativa, de los apoyos y derechos que le corresponden, de la protección legal que merece, de la libertad en sus decisiones, de la sostenibilidad económica, de la garantía de un trabajo digno, de una vivienda adecuada, etcétera. Todo esto sí que está dentro del ese Estado de bienestar del que no poco presumimos, y que no acabamos de ver reflejado en muchas de nuestras familias.
El derecho más deseable y grato de la familia es el de la felicidad. Es el más esencial de todos y el que más trabajo cuesta conseguir. Pues bien, comencemos a soñar con un Estado verdaderamente democrático que tenga, como imprescindible artículo en su Constitución, el obligado deber de trabajar incansablemente por la felicidad de la familia. También se puede incluir como primer punto del programa electoral de cualquier partido político que se precie.
Nos preocupa, y cómo no, el injusto grado de indefensión en el que se encuentra y los acosos permanentes a los que está sometida la familia. Muy valiosos y seguros deben ser los cimientos que tiene esta casa para que, a pesar de tantos pesares, siga en pie y deseando ser cada día esa modélica comunidad humana, y para muchos de nosotros cristiana, de vida y de amor.
Carlos Amigo Vallejo - Cardenal
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