Hermann Rauschning transcribió en 1939 esta personal confidencia de Hitler: «Siempre les digo a los míos que disfruten y se enriquezcan... Haced lo que queráis, pero no os dejéis pillar». Lo llama la corrupción dirigida. «A falta de una revolución», Hitler garantizaba la «vía libre al saqueo». Recordé esas palabras en los años en que los gobiernos de Felipe González diseñaron la más fantástica trama de robo y corrupción que, hasta entonces, habíamos conocido. La conjunción Gal+Filesa acabó mal. Puede que esto a lo cual ahora asistimos logre lo que se le fue de las manos al dicharachero caudillo sevillano: la consolidación de un Régimen sin alternativas.
Acaba ahora el año más aciago de cuantos he vivido en democracia. Aciago en lo económico: lo que parecía imposible se ha consumado; la España en expansión del 2004 ha quedado en cenizas; en un vértigo sin transiciones, hemos pasado a tener un pie en la bancarrota; la ruina es tangible en todos los bolsillos; con la única excepción de los políticos; el bolsillo de éstos jamás mengua. Aciago en lo político: piratas que se desternillan ante el veto de usar las armas que pesa sobre el Ejército español; sultán marroquí que aprendió de su padre cómo se debe tratar a ciertos medrosos gobernantes españoles; Al-Qaeda del Magreb, que algo habrá leído acerca de cómo sus colegas en Madrid lograron derribar un Gobierno; referéndums ilegales, convocados por alcaldes que en cualquier país europeo hubieran acabado con sus promotores en humillante presidio... Aciago en lo moral, también: ¿qué sociedad podría mantener su integridad anímica ante la áspera certeza de ser robada y burlada por aquellos que se dan nombre de representantes suyos? Todos aquí han perdido la más ínfima fe en la política, todos saben que el oficio de político es monopolio de una casta sin más criterio que el de sus muy privados intereses, y que nadie va a pagar penalmente por el destrozo realizado.
El enigma es que, en lo más hondo ya de esta podredumbre, ni un estallido de cólera explícita rompa el sosiego de la casta. Nada se desmorona. Muy al contrario: nunca, desde la transición, un Gobierno se ha sabido tan impune; nunca, desde la transición, la resignación y el sálvese quien pueda han corroído tan hondo cualquier residuo de conciencia pública o privada. Es la más dura confirmación de que un Gobierno no precisa inteligencia para consolidarse; sólo una perfecta ausencia de escrúpulos.
Sobre dos puntales se alza hoy la fortaleza del nuevo Régimen: espectáculo y brigadas de choque. Nada que no hayan conocido bien los totalitarismos de entreguerras. Salvo la extraordinaria peculiaridad de que eso funcione tan bien en democracia. Quienes nos hemos reído de la fauna analfabeta de actores y cantautores con ceja subvencionada, no habíamos entendido nada. Confesémoslo: en el tiempo de los televisores, es más eficaz un descerebrado guapo que el mismísimo Einstein redivivo. Hoy, ese club de la SGAE tiene su Ministerio, al frente del cual una tal Sinde. Y Ministerio tienen las brigadas de choque: se llaman sindicatos, porque de alguna manera hay que llamarlas; pero si a cualquiera de los hombres admirables que en el siglo XIX dieron sus vidas por la autoorganización obrera los pusieran delante de esos tipos que viven del erario público y halagan consecuentemente a quien les paga, no sé si lograría vencer su tentación de retorcerles el pescuezo. Tampoco es nuevo ese Ministerio de control obrero: todos los totalitarismos lo tuvieron.
Acaba el año, sí. El más aciago. Lo que viene tiene toda la pinta de que irá a peor. Es decir, a lo mismo.
Gabriel Albiac - Catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid
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