La crisis económica, dramáticamente acentuada día a día, de la que ni siquiera se han salvado los entierros (ha caído en picado la venta de coronas, los mensajes por internet están acabando con las esquelas, los chinos se están adueñando del negocio de los féretros), también ha causado estragos en el mundo del toro, imponiendo una disminución notable en el número de festejos. No podía ser de otra forma; la crisis es para todos.
En consecuencia, en los campos del bravo permanecen varios cientos de cinqueños sin lidiar, toros que carecen de perspectivas en la Fiesta al salirse de la edad reglamentaria. Como los ganaderos no pueden permitirse el lujo de mantener en barbecho tan crecida legión de morlacos, quimera que ecológicamente representaría un desatino al romper el equilibrio delicado de la dehesa, su destino fatal apunta hacia los mataderos. Salvo que los anti taurinos pasen de la retórica gratuita a los hechos respetables. Magnífica ocasión, sin duda, la que se les ofrece.
Al alcance de la mano tienen la posibilidad de salvar a varios cientos de cinqueños de una tortura cierta. Si no intervienen a favor suyo, esos animales quedarán abocados a la cita del matarife, muerte anónima y ¿con sufrimiento o sin sufrimiento? Ojos que no ven, corazón que no siente, suele decirse. Pero la cuestión es otra: quién es el que no sufre, ¿el anti taurino o el toro? En definitiva, ¿de qué se trata? Porque ahí radica el quid del asunto: ¿de una preocupación sincera o tan sólo de cubrir las apariencias, volviendo la cara a la realidad? Esta gavilla de interrogantes nos conduce en línea recta a la cara oscura del fin de la vida de los toros salvados de la presunta tortura de las corridas. Salvación que es condena, contradios evidente, y condena multiplicada. Ya que con los toros irán las vacas bravas y otro sinfín de animales (caballos, bueyes, becerros, novillos), porque la intensidad de esta crisis, acentuada por su prolongación, conlleva un efecto colateral insalvable: la reducción drástica de las explotaciones ganaderas, de modo que muchos cinqueños ahora mismo estarán agotando su último viaje en pródiga compañía. Caravanas de muerte, comitivas de acabamiento. En lugar de toreros y plazas, matarifes y espacios lúgubres, lugares dominados por un olor a sangre y a vísceras, simplemente desagradables para nosotros pero que los animales entienden en su mortal significado, paralizados de espanto. «Ir como las ovejas al matadero», esta frase lo dice todo.
Hace pocos días me llamaron de uno de esos establecimientos. Había pedido al director que me avisara cuando recibiesen una punta de vacas bravas, y así fue. El hombre cumplió y, haciendo de tripas corazón, allí que me presenté, coincidiendo en las oficinas con el ganadero, un criador de linaje del campo charro, serio y de carta cabal, de pocas palabras, que en ese momento se mostraba desalentado y triste. Antes de marcharse, se asomó al patio. Quería ver a sus vacas por última vez.
Encaste el suyo de los duros, el manejo de esas vacas en el campo, y no digamos el de los toros, resulta especialmente áspero y comprometido. Son animales violentos, que protestan y que al menor descuido dan un disgusto. Se arrancan sin previo aviso, cortan el terreno con sentido y saben encontrar el instante propicio y la distancia favorable. El mayoral, hombre que nació a su vera, las ha pasado canutas. «Todos las temporadas me dan algún susto», le he oído decir muchas veces. «Las cosas hay que hacérselas despacio y bien, con cautela y sin alterarse, la procesión va por dentro». Vacas bravas en sazón y toros en puntas, altivas ellas en el campo y desafiantes sus hijos en las plazas, crecidos en la pelea y entregados a la lucha.
Estaban agrupadas en redil, las cabezas bajas, escondidas las de unas en el vientre de las otras, formando un ovillo, negándose a ver y sumisas, aborregadas. Ocupaban el extremo opuesto del patio, el extremo contrario a la sala de la muerte. Nadie las había colocado en ese sitio, ellas solas buscaron ese refugio inútil en cuanto las sacaron del camión. El ganadero se marchó sin despegar los labios, agobiado por la escena, abrumado por la fatalidad de la crisis, sintiendo rabia, haciendo cuentas imposibles en quimera de salvaciones. Aunque las cifras no le cuadrasen, aquella misma mañana tomó la decisión de aguantar otra partida de vacas en principio destinadas a lo mismo. «Vamos a ver -me dijo días después- si el año que viene se da algo mejor». Las vacas acababan de llegar, ya lo he señalado. Dos horas después continuaban inmóviles, paralizadas. Por delante había pasado un rebaño de ovejas. No se movían, no transmitían ninguna sensación de vida. Era como si ya estuviesen muertas. Muertas de terror, agostadas por el espanto. Cuando llegó su hora se dejaron llevar sin la menor resistencia. Insisto: ya estaban muertas. «Ir como ovejas al matadero». Aquellos animales indómitos, orgullosos en la dehesa, avanzaron desmadejados, sin pulso, con los ojos apagados, nada que ver con su mirada intensa en la dehesa o con el brillo feroz y reconcentrado de los toros en las plazas, cuando los toreros se estremecen por los adentros. Las faenas taurinas duran veinte minutos; los tiempos del matadero no se miden por minutos, se miden por horas, dos, tres, seis, con mala suerte el día entero, a veces más. No es lo mismo embestir con ansías de lucha que aguardar enloqueciendo de terror, dominado por el olor de la sangre y los aullidos de la muerte. Minutos veloces frente a instantes de plomo.
Que nadie se engañe: las pulsaciones de un toro bravo, que en la dehesa son sesenta, llegan a ciento veinte en la plaza, esto es, se doblan. Pero en la manga sanitaria, la de los reconocimientos obligatorios, se disparan a ciento noventa, a pique de reventar. Esa es la realidad del toro, animal bravo y no mascota doméstica ni peluche de Disneylandia. Sufre más cuando se le protege, porque su instinto es el contrario. Es obvio, por consiguiente, que las horas de capilla en el matadero multiplican hasta el infinito la supuesta tortura de las plazas. Y la disyuntiva es ésta, no hay noticia de otra.
Sin embargo, también hay noticia de los estragos colaterales de la mala suerte del toro bravo. Situémonos por un momento en la coyuntura del final de una vacada de tamaño medio, de esas que lidian cinco o seis corridas al año, de veintitantos a treinta toros. Por cada cuatreño o cinqueño, quedan en la vacada a las correspondientes camadas de utrero, erales, añojos, becerros y becerras, no menos de doscientas vacas de vientre, ocho o diez sementales y un sinfín de animales en libertad. Acabado el toro, los becerros no llegarán a añojos, los añojos nunca alcanzarán a erales, los erales jamás serán utreros, los cuatreños perderán un año de vida regalada, las vacas dejarán de pastar, la poderosa estampa de los sementales se borrará del campo. ¿Es esto lo que se busca? Pues declárese así, sin subterfugios buenistas ni encubriendo con palabras engañosas una pretendida salvación con realidad de condena atroz. Los abolicionistas suelen manifestarse como si estuvieran ungidos por el don de hablar con los animales, asistirlos y entenderlos. No existen barruntos que acrediten dicha especie, pero si alguna vez este milagro se obrara, entonces debieran de aprovechar la ocasión para contarles la verdad: «Hermanos toros, os libraremos de las plazas y miraremos para otro lado cuando os conduzcan al matadero. Ya coincidiremos en algún restaurante, abrazos». Claro, también podrían acuñar una tercera vía, haciendo de paso creíble la retórica de sus campañas: que se dediquen a la compra de toros y vacas por parejas, porque son animales que quieren compañía, para instalarlos en el pasillo de sus pisos o en el jardincillo de los adosados, felices todos y para siempre, tardes de paseo bucólico y mañanas de idilio franciscano. Habida cuenta de que los ganaderos harían un buen precio, la ocasión se presenta pintiparada. Verdad o mentira, ahora o nunca.
En su última entrevista, concedida a Luis Bagaría y fechada a 10 de julio de 1936, vísperas de la atroz Guerra (in)Civil, Federico García Lorca, a cuyo juicio «los toros es la fiesta más culta que hay en el mundo», se preguntaba «¿qué sería de la primavera española, de nuestra sangre y de nuestra lengua, si dejaran de sonar los clarines dramáticos de la corrida?», afirmación e inquietud que forman parte de su testamento público. Dejando por ahora de lado esas cuestiones candentes de la sangre y la lengua, no cabe duda de que, enmudeciendo esos clarines, se produciría un desastre ecológico de proporciones tremendas. Vacadas extinguidas y campos de golf o urbanizaciones por dehesas, menuda hazaña.
Gonzalo Santonja
www.abc.es
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