Cuando llega esta época del año comienzan a aparecer artículos en la prensa que, por regla general, se dividen en tres bloques. Unos se quejan, con mayor o menor sentido del humor, de lo pesadas que son las reuniones familiares y lo poco que apetecen, aunque se soportan con gran resignación para no matar a un cuñado. Otros, por el contrario, en una línea más pedante y enteradilla, siguen la línea de señalar que Jesús no pudo nacer en el mes de diciembre, que si la fecha de Navidad es, en realidad, el solsticio de invierno o afirmaciones semejantes. Finalmente, están los que, en el colmo de la filosofía, reflexionan sobre la letra de algún villancico como ése que afirma aquello de «y nosotros nos iremos y no volveremos más» y, partiendo del verso, aprovechan para hablar de lo efímero de la existencia.
No digo yo que no exista una parte de verdad en lo que se lee en todos esos escritos, pero, personalmente, la Navidad implica para mí algo muy diferente. En primer lugar –por mucho que pueda molestar a algunos– la Navidad es la indiscutible constatación de que la Historia de la Humanidad cuenta con un antes y un después y que ese punto no lo marca ni la revolución francesa ni el descubrimiento de América sino el nacimiento de Jesús. Da lo mismo si esa Navidad se celebra el 25 de diciembre como en Europa occidental o si espera a enero para la conmemoración. Lo cierto es que ese acontecimiento es el que ha transformado de la manera más poderosa y positiva la existencia del género humano hasta el punto de que, sin el cristianismo, nuestra sociedad –como, por ejemplo, sucede con la islámica o la budista– desconocería a día de hoy la teoría de los derechos humanos, la universidad, la revolución científica e incluso la democracia.
Sin embargo, la Navidad no tiene sólo un sentido histórico de enorme relevancia, sino, fundamentalmente, una trascendencia espiritual. La Navidad es el inicio de la consumación de la redención llevada a cabo por Dios, una redención que comienza con el nacimiento más humilde posible y que culmina con la ejecución más bochornosa de la época –la cruz– seguida del sepulcro en una tumba ajena y prestada. Recuerda el himno judeo-cristiano, recogido por Pablo en el capítulo segundo de su carta a los Filipenses, que el Hijo no se aferró al hecho de ser igual a Dios sino que se humilló convirtiéndose en hombre –el nacido en Navidad– en siervo y en crucificado.
Así, cuando durante el siglo XX, una de las preguntas más angustiosas ha sido la de dónde se encontraba Dios en Auchswitz, durante veinte siglos el cristianismo ha respondido que en todos los horrores humanos que puedan imaginarse Dios ha estado siempre presente colgando de una cruz y asumiendo sobre sí el dolor y la humillación. Esa realidad comenzó en Belén y se consumará al final de los tiempos con la llegada del Reino anunciado por Jesús.
Quizá por eso, algunos en las comidas de estos días no vemos el insoportable trámite doméstico sino el reencuentro familiar; quizá por eso, algunos no andamos para tonterías sobre el solsticio de invierno o quizá por eso, algunos estamos seguros de que nos iremos algún día, pero también esperamos que, gracias al resucitado, regresaremos para perdurar eternamente.
César Vidal
www.larazon.es
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