sexta-feira, 18 de dezembro de 2009

Rousseau y el cambio climático

Si hubiera vivido en nuestra época, el ginebrino Juan Jacobo Rousseau estaría en Copenhague, y probablemente en una de las posiciones más relevantes del estrado de la conferencia sobre el cambio climático. Con acuerdo o sin acuerdo, Copenhague representa en realidad el triunfo absoluto de aquel filósofo del siglo de las luces que fue el primero en reivindicar la «naturaleza originaria» como el estado ideal del hombre, por contraposición a la civilización sofisticada y corrupta del progreso. Rousseau debería ser el santo patrón de los ecologistas y altermundialistas, no sólo por esa anticipada defensa de lo que hoy llamamos Medio Ambiente, sino sobre todo porque a pesar de que hace más de dos siglos que fueron formuladas, sus ideas políticas representan la parte más importante del arsenal ideológico del que se alimentan.

A Rousseau no se le puede negar el mérito de haber defendido que la libertad constituye el elemento esencial del ser humano. Sin embargo, también era consciente de que, puesto que tiene que vivir en sociedad, acaba inexorablemente sometido a la prisión de las leyes. Esa aparente contradicción atormentó su espíritu hasta que fue capaz de definir una solución aceptable, que llamó «El Contrato Social» y que consiste en establecer que si el hombre es un ser racional, su verdadera libertad se funda en desear lo que le conviene, de lo que a su vez se deduce que todos los hombres racionales desearán forzosamente lo mismo y que dentro de ese modelo de sociedad todos serán, por tanto, libres aun cuando se vean sometidos a las leyes necesarias para la convivencia. El ideal de Rousseau es una sociedad en la que las normas no se imponen, sino que, al contrario, se convierten en limitaciones a la libertad deseadas por los ciudadanos. El liberal británico Isaiah Berlin incluyó por ello a este filósofo en su catálogo de «traidores» a la libertad porque «después de Rousseau no ha habido en Occidente ni un solo dictador que no haya utilizado esa paradoja monstruosa para justificar sus actos. Los jacobinos, Robespierre, Hitler, Mussolini, los comunistas, todos ellos utilizaron ese método de razonamiento que consiste en decir que los hombres no saben qué es lo que desean en realidad» y, en consecuencia, aquellos que están seguros de saberlo se sienten obligados a imponerlo a todos.

Hace años que las sociedades occidentales están utilizando constantemente el mecanismo russoniano de hacer leyes sobre cosas que pensamos que nos convienen, por ejemplo, cuando extendemos sin parar las medidas para prohibir que la gente fume o que se conduzca sin cinturón de seguridad, y así, bajo un criterio perfectamente racional, cada día aceptamos mayoritariamente nuevas cadenas que limitan nuestra libertad. Esa tendencia ha llegado a su paroxismo con el debate sobre el cambio climático, en el que se mezclan hechos ciertos con mitos propiamente russonianos, como el resentimiento contra la sociedad del progreso y la exaltación del hombre simple, al que la naturaleza protege de la putrefacción del desarrollo. Por supuesto, en este caso no hay un dictador detrás de los movimientos «alternativos», pero cualquiera reconocerá fácilmente ciertos reflejos totalitarios que no permiten que un asunto tan importante como este se aborde con la necesaria calma. En Copenhague se han vuelto a ver grupos que están dispuestos a imponer por la fuerza sus ideas, o simplemente a destrozar el mobiliario urbano para mejor expresar su afán por salvar el planeta, mientras que se somete al vilipendio general a los científicos que no comparten las tesis del «consenso» sobre el cambio climático, que, como dice el ex ministro socialista francés Claude Allegre, es lo menos científico que se puede imaginar, teniendo en cuenta que «todos los progresos de la ciencia se han hecho rompiendo los consensos».

La acción contra el cambio climático es ya un argumento universal y desde su tumba de Ermenonville, situada en una isla falsa de un jardín ingles, es decir, una versión bien domesticada de estampa natural, Rousseau debe escuchar sin duda el rumor in crescendo de una sociedad acostumbrándose con gran entusiasmo a renunciar a sus libertades. En Copenhague han sido los principales dirigentes políticos -y en eso no ha habido distinciones entre los que representan gobiernos democráticos y los que no- quienes han bendecido las tesis más radicales, entregando de hecho a ONG, movimientos antiglobalización y a los científicos más alarmistas la capacidad de juzgar lo que es o no aceptable, para aplauso de las masas a las que se ha instruido sistemáticamente con ideas simples sobre el destino de un planeta en el que, por desgracia, el ser humano ha pasado alegremente de ser el dueño de la naturaleza a convertirse en su último esclavo.

Enrique Serbeto

www.abc.es

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